Durante la historia los pueblos católicos fueron herederos de
la antigua piedad romana. Roma tuvo siempre recelo de la tiranía como de la
democracia descontrolada, y se defendió de ambas cosas por la paternal virtud
de la piedad. Esta virtud es la que ennoblece al hombre y lo vincula
estrechamente con los antepasados, con la Ciudad y con los dioses. Piadoso era
el hombre que respetaba su pasado como seña de identidad y que intentaba ser
leal a esos principios y a esas personas. Era el hombre ‘arraigado’ que tenía
raíces y se nutría de ellas. La Piedad cristiana tiene algunos puntos en
común con esta noble idea, pero tiene algunos rasgos que la diferencian. Por lo
pronto está dirigida a todos los hombres, que se sitúan en un plano de radical
igualdad. El horizonte de la Ciudad, de la familia, de los lazos familiares se
ensancha con el cristianismo a toda la humanidad.
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