Me muevo en las redes sociales. Además de que me gustan por la cantidad y calidad de material interesante que a través de ellas se pueden encontrar, fue el papa Benedicto XVI quien me empujó a meterme en el mundo digital. Las Jornadas de las Comunicaciones Sociales de su pontificado trataron el tema del mundo de internet, con sus bendiciones y riesgos, y Benedicto insistió que los sacerdotes debemos hacer presencia en lo que podemos llamar ‘el sexto continente’, para llevarle a Jesucristo. Así que por ahí andamos.
Soy partidario de aprovechar la tecnología de la comunicación, pero no es fácil aprender a dominarla. Muchas veces acabamos siendo dominados por ella. Para empezar, eso de coleccionar amigos en Feisbuk es mera ilusión. Amigos, en realidad, tengo seis o siete. Con ellos sí salgo a comer, de vacaciones o al cine. Con ellos converso cara a cara y nos hablamos al corazón. Y cuando estoy solo y necesito compañía, los cientos restantes del Feis no me sacan de apuros. Únicamente lo hacen mis pocos amigos reales.
Esos señores del Feisbuk sí que fueron astutos. Le dieron al usuario la opción de dar un clic al ‘me gusta’ en fotos y publicaciones. De esa manera dieron en el clavo a una necesidad básica del ser humano, que es sentirse importante. Y así los dueños de Feis nos inflaron el ego por el número de ‘me gusta’ que tienen nuestras propagandas. Pero, ¿necesitan nuestros niños y adolescentes reunir un gran número de ‘me gusta’ para construir su autoestima? ¿No será, más bien, que piden a gritos escuchar la voz viva de sus padres que les dicen ‘te quiero’, ‘eres importante para mí’, ‘tu vida es valiosa’, y ver que ellos se interesan por su pequeño mundo?
Luego nos piden toda la información personal que quieren: lugar donde vivimos, estudios, nombres de las escuelas, años de las graduaciones, deportes y pasatiempos, libros, películas favoritas y un montón de datos más. Tienen toda nuestra información, misma que venden a mercadólogos y empresas publicitarias. Hemos hecho públicos nuestros datos confidenciales y ellos se han hecho millonarios.
Eso de que las redes son ‘sociales’ es también ilusión. Son, más bien, –dígame usted si no– redes antisociales. En viajes, en restaurantes, en las calles y en la misma familia las miradas raramente se cruzan. En reuniones, en comidas y hasta en misa gente suele desconectarse para atender las pantallas o para contestar el teléfono celular. Tenemos que hacer un gran esfuerzo para comunicarnos, para iniciar una conversación. Nos hemos habituado a la charla telegráfica del chat, y también nuestros diálogos en el mundo real se han vuelto lacónicos. El discurso frente a frente, nos pone nerviosos. Preferimos el refugio en la pantalla, fuera de la verdadera realidad social, y nos hacemos la ilusión de que vivimos en comunión con todo el mundo. Y cuando se apaga la pantalla descubrimos nuestra fría soledad.
Encontré en Yutub un video donde un tipo con acento inglés hace una fuerte crítica a la comunicación de nuestra generación. Transcribo: “Estamos rodeados de niños que, desde que nacieron, nos han visto vivir como robots y pensar que es normal. No es muy probable que seas el mejor papá del mundo si no puedes entretener a tu hijo sin usar un iPad. Cuando era un niño jamás estaba en casa, estaba afuera con mis amigos con nuestras bicicletas, dándole uso a mis zapatillas y pelándome las rodillas, construyendo una casa bien alto en un árbol. Ahora los parques están callados, eso me da un escalofrío, al no ver niños afuera y los columpios ahí quietos. No hay salto de la cuerda, rayuela, no hay juegos ni carreras. Somos una generación de idiotas, de teléfonos inteligentes y de gente tonta”.
A pesar de las críticas a las redes sociales, estas ofrecen buenas posibilidades de encuentro, de comunión y de solidaridad. En la red también navegan Jesucristo y la Virgen. Y aunque Dios está presente en el mundo digital, lo cierto es que no cambio por nada una hora de internet por un buen rato de oración. Siempre preferiré escuchar un ‘te quiero’ de mi familia que ver decenas de ‘me gusta’ en una publicación en Feisbuk. Nunca dejaré una buena conversación tomando café cara a cara en un restaurante por pasar horas en el chat. Jamás será igual un consejo de un escueto párrafo a escuchar a un feligrés durante una hora en mi oficina y terminar haciendo juntos oración.
Sirvan las redes sociales para encontrar a muchos hombres y mujeres que, rondando por los caminos de la vida, buscan el diálogo, el encuentro y una razón para vivir. Sirvan para llevarlas al encuentro con Jesús.
Soy partidario de aprovechar la tecnología de la comunicación, pero no es fácil aprender a dominarla. Muchas veces acabamos siendo dominados por ella. Para empezar, eso de coleccionar amigos en Feisbuk es mera ilusión. Amigos, en realidad, tengo seis o siete. Con ellos sí salgo a comer, de vacaciones o al cine. Con ellos converso cara a cara y nos hablamos al corazón. Y cuando estoy solo y necesito compañía, los cientos restantes del Feis no me sacan de apuros. Únicamente lo hacen mis pocos amigos reales.
Esos señores del Feisbuk sí que fueron astutos. Le dieron al usuario la opción de dar un clic al ‘me gusta’ en fotos y publicaciones. De esa manera dieron en el clavo a una necesidad básica del ser humano, que es sentirse importante. Y así los dueños de Feis nos inflaron el ego por el número de ‘me gusta’ que tienen nuestras propagandas. Pero, ¿necesitan nuestros niños y adolescentes reunir un gran número de ‘me gusta’ para construir su autoestima? ¿No será, más bien, que piden a gritos escuchar la voz viva de sus padres que les dicen ‘te quiero’, ‘eres importante para mí’, ‘tu vida es valiosa’, y ver que ellos se interesan por su pequeño mundo?
Luego nos piden toda la información personal que quieren: lugar donde vivimos, estudios, nombres de las escuelas, años de las graduaciones, deportes y pasatiempos, libros, películas favoritas y un montón de datos más. Tienen toda nuestra información, misma que venden a mercadólogos y empresas publicitarias. Hemos hecho públicos nuestros datos confidenciales y ellos se han hecho millonarios.
Eso de que las redes son ‘sociales’ es también ilusión. Son, más bien, –dígame usted si no– redes antisociales. En viajes, en restaurantes, en las calles y en la misma familia las miradas raramente se cruzan. En reuniones, en comidas y hasta en misa gente suele desconectarse para atender las pantallas o para contestar el teléfono celular. Tenemos que hacer un gran esfuerzo para comunicarnos, para iniciar una conversación. Nos hemos habituado a la charla telegráfica del chat, y también nuestros diálogos en el mundo real se han vuelto lacónicos. El discurso frente a frente, nos pone nerviosos. Preferimos el refugio en la pantalla, fuera de la verdadera realidad social, y nos hacemos la ilusión de que vivimos en comunión con todo el mundo. Y cuando se apaga la pantalla descubrimos nuestra fría soledad.
Encontré en Yutub un video donde un tipo con acento inglés hace una fuerte crítica a la comunicación de nuestra generación. Transcribo: “Estamos rodeados de niños que, desde que nacieron, nos han visto vivir como robots y pensar que es normal. No es muy probable que seas el mejor papá del mundo si no puedes entretener a tu hijo sin usar un iPad. Cuando era un niño jamás estaba en casa, estaba afuera con mis amigos con nuestras bicicletas, dándole uso a mis zapatillas y pelándome las rodillas, construyendo una casa bien alto en un árbol. Ahora los parques están callados, eso me da un escalofrío, al no ver niños afuera y los columpios ahí quietos. No hay salto de la cuerda, rayuela, no hay juegos ni carreras. Somos una generación de idiotas, de teléfonos inteligentes y de gente tonta”.
A pesar de las críticas a las redes sociales, estas ofrecen buenas posibilidades de encuentro, de comunión y de solidaridad. En la red también navegan Jesucristo y la Virgen. Y aunque Dios está presente en el mundo digital, lo cierto es que no cambio por nada una hora de internet por un buen rato de oración. Siempre preferiré escuchar un ‘te quiero’ de mi familia que ver decenas de ‘me gusta’ en una publicación en Feisbuk. Nunca dejaré una buena conversación tomando café cara a cara en un restaurante por pasar horas en el chat. Jamás será igual un consejo de un escueto párrafo a escuchar a un feligrés durante una hora en mi oficina y terminar haciendo juntos oración.
Sirvan las redes sociales para encontrar a muchos hombres y mujeres que, rondando por los caminos de la vida, buscan el diálogo, el encuentro y una razón para vivir. Sirvan para llevarlas al encuentro con Jesús.
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