miércoles, 25 de noviembre de 2020

Legalizar la mota


Hierba, mota, mariguana, cannabis... son algunos de las decenas de nombres que designan la droga que los honorables señores de la Cámara de Senadores aprobó para ampliar su comercialización, posesión y consumo personal. Aquí no hablamos del uso medicinal que pueda darse a la hierba, sino del uso recreativo. El asunto ahora se encamina hacia su discusión en la Cámara baja, pero todo apunta a que en México tendremos más consumo de drogas en un futuro inmediato, empezando por la mariguana; probablemente el consumo legal de otros estupefacientes se extienda en un futuro próximo. La mariguana, considerada droga blanda, es punto de partida para meterse con drogas más duras.

El Estado mexicano está dejando de tutelar por el bien común. Por querer dar gusto a grupos minoritarios que enarbolan la bandera de la libertad individual ilimitada y del libre desarrollo de la personalidad, muchos políticos están sacrificando la salud pública y el bienestar de las familias. El consumo de drogas hace crecer los problemas de la salud de una nación, especialmente en el campo de las enfermedades mentales. Su legalización disparará el consumo entre niños y jóvenes, por lo que esperamos nuevas generaciones menos sanas, más viciosas y con más problemas familiares.

Los senadores, que deberían de tener una profunda empatía con los padres y madres de familia para cuidar a la niñez y la juventud de su país y establecer las condiciones para su sano desarrollo, han actuado con absoluta irresponsabilidad. Movidos por intereses oscuros, ellos han dejado fuera de la discusión el establecimiento de centros de rehabilitación para drogadictos, de cómo brindar apoyo para las familias con hijos que se drogan; mucho menos han abordado el tema de las campañas para que niños y jóvenes rechacen la mariguana.

Durante muchos años quienes trabajamos cerca de las familias y de los jóvenes –sacerdotes, educadores, trabajadores sociales– sabemos el sufrimiento que implica para un hogar tener un hijo, un padre o una madre drogadicta. Un toxicodependiente es una persona que se vuelve incapaz de llevar responsablemente un matrimonio y una familia, es alguien cuya vida fácilmente se vuelve ingobernable. Los legisladores, sabiéndolo, votaron a favor de ampliar el consumo y, de esa manera, minan las bases de la vida familiar.

La decisión del Senado no terminará con el mercado negro de las drogas blandas, ni tampoco acabará con la violencia ni con los delitos. Al contrario, las mafias fácilmente se pueden incrementar para llevar a los niños y jóvenes mexicanos, debilitados en su voluntad por la marihuana, hacia el consumo de nuevas sustancias adictivas. Por eso "la droga no se vence con la droga –enseñaba san Juan Pablo II– La droga es un mal, y al mal no le van bien las cesiones. La legalización de la droga, incluso parcial, además de ser, por lo menos, discutible con relación a la índole de la ley, no produce los efectos que se habían prefijado. Lo confirma una experiencia que ya es común".

Como católicos no compartimos la visión del hombre que tienen los promotores del consumo de drogas. Ellos creen que el hombre debe ser libertad absoluta. La Iglesia nos enseña que la libertad, sin referencia a la verdad y a la responsabilidad con la comunidad, termina por volverse esclavitud que destruye la vida y el tejido social. Por eso no debemos resignarnos a ver surgir en México una clase de seres humanos subdesarrollados que dependan de la mariguana o de otras drogas para vivir.

La lucha por la dignidad de todos los mexicanos nos lleva a oponernos a que los jóvenes y los niños perciban que lo legal es normal y moralmente correcto. No podemos conformarnos con que se cometan más delitos, ni debemos quedar de brazos cruzados con el aumento de accidentes de circulación ni con que incrementen los problemas personales y familiares. Tampoco hemos de conformarnos con que crezcan los problemas de salud pública y que sea el pueblo el que deba cargar con ellos.

Preguntémonos, ¿por qué una persona utiliza la mariguana y otras drogas? No es el problema la droga, sino lo que origina su consumo: la pérdida de sentido de la vida y la búsqueda de paraísos artificiales como fugas de la realidad. Y en ese sentido los católicos tenemos la gran misión de mostrar a los jóvenes la grandeza de su dignidad, de su vocación humana y de su destino último en Cristo resucitado.

miércoles, 18 de noviembre de 2020

Aprender de las pandemias


Nos acercamos a casi un millón y medio de personas fallecidas por Covid en el mundo. Aunque nos parecen cifras alarmantes, recordemos que los estragos hechos por otras pandemias fueron mucho mayores que los daños ocasionados por el coronavirus hoy. La peste de gripe –mal llamada "gripe española"– ocurrida entre 1918 y 1920, fue una de las enfermedades más catastróficas de la historia. Se infectaron 500 millones de personas –una tercera parte de la población mundial–, y el número de víctimas mortales se calcula entre 40 y 100 millones de personas. Aprendamos algunas lecciones que nos dejan aquellos años en los que parecía que el ángel exterminador pasaba con su espada desenvainada por todos los pueblos y ciudades del mundo.

Primero, hemos de asumir la idea de que la humanidad vive entre epidemias. Son impresionantes la peste bubónica del siglo XIV, que acabó con una tercera parte de la población europea, hasta la viruela que segó las vidas de millones de indígenas en Mesoamérica en el siglo XVI. Sin embargo, anteriores a esas han habido muchas otras en la historia y, desde 1920 hasta hoy, todas las regiones de la Tierra han sufrido, al menos, una epidemia de gripe mortal con índices alarmantes. Creer que el Covid-19 fue provocado en un laboratorio chino o por mentes muy perversas para manejar cuestiones geopolíticas es, a mi juicio, inverosímil, y sólo lleva a obsesionarse con teorías conspiradoras. Por la ciencia sabemos que las epidemias de gripe se incuban en ciertas aves y en los cerdos; de ahí los nombres de gripe aviar y gripe porcina.

En segundo lugar aprendamos que las concentraciones de muchas personas es una fuente de contagio segura y de propagación del virus. Entre 1918 y 1920 se combinaron dos factores que segaron trágicamente la población mundial: guerra mundial y pandemia. Los soldados en los campos de batalla en Europa multiplicaron el virus. Aquellos campos de prisioneros y los transportes de los heridos de guerra hicieron que la gripe virulenta se extendiera por el mundo como un incendio en el bosque. En el verano de 1918 los soldados regresaron a sus casas y llevaron el virus a sus familias. La consecuencia fue que murieran más personas por gripe que por caídos en guerra. Hoy el coronavirus se propaga más en las fiestas y reuniones familiares que en los negocios y en las iglesias que cuentan con medidas efectivas de higiene.

En tercer lugar, recordemos que la muerte por gripe no llega necesariamente a los ancianos. En la gripe de 1918-20 el mayor número de víctimas mortales fueron varones entre los 20 y los 40 años. Se calcula que el 49 por ciento de las muertes ocurrieron en este grupo, mientras que el 18 por ciento eran niños menores de cinco años, y sólo el 13 por ciento eran mayores de 50 años. Hoy el Covid-19 está cobrando más víctimas en América Latina –región con población más joven–, que en otras regiones del mundo que tienen poblaciones más seniles. Como hace 100 años, hoy también el coronavirus está haciendo que numerosas familias pierdan a su sostén principal.

Una cuarta enseñanza es que, tanto la pandemia de 1918 como la de hoy, se pudieron combatir gracias al distanciamiento social, al uso de cubrebocas, a la práctica de la cuarentena, a los buenos hábitos de higiene personal, al uso de antisépticos y a las restricciones para las reuniones públicas. Hoy tenemos la enorme ventaja de que tenemos más posibilidad de encontrar pronto una vacuna y de contar con antibióticos, los cuales no existían en el mundo de manera accesible para todos hasta 1943. Hoy todavía hay personas que creen que el coronavirus es un ente mitológico y se niegan a poner en práctica las medidas sanitarias básicas.

Una quinta lección que nos dejan las pandemias es el uso político con el que se trata el problema. En los años de la Primera Guerra Mundial, donde ocurrió la pandemia de gripe, hubo una gran censura de parte de los gobiernos involucrados en el conflicto bélico para no afectar la moral de los soldados en batalla. España, que era un país neutral en la guerra, habló ampliamente de la pandemia en sus periódicos. La prensa británica –envidiosa de los españoles– aprovechó para bautizar el fenómeno llamándolo "gripe española", como si se hubiera originado en España, cuando sabemos que no fue así.

El interés de los políticos estaba puesto en los intereses económicos y armamentísticos y no se calibraron las consecuencias devastadoras que traería para los ejércitos y la población civil. Hoy no son pocos los mandatarios de todos los niveles en muchos países que son acusados de tener un manejo irresponsable e inadecuado del Covid-19, y de no estar a la altura de una situación emergente que demanda sacrificar sus proyectos políticos personales y destinar mayores recursos para atender adecuadamente a la inmensa multitud de enfermos. Y lo peor de todo son los intentos de muchos de ellos para legalizar el aborto aprovechando la crisis, como si en medio de un ambiente de muerte la vida gestada no fuera una bendición y una esperanza.

Como católicos estamos llamados a ser caritativos y solidarios con los hermanos que sufren los contagios o la muerte de sus seres queridos. En medio de este ambiente de enfermedad y dolor que hoy se respira en el mundo, llevemos la luz de la esperanza cristiana en la vida eterna.

miércoles, 11 de noviembre de 2020

El Arte del bien morir


Un hospital de la ciudad ha colocado extensiones portátiles a sus instalaciones para alojar a los enfermos, y otro más ha instalado una morgue móvil para conservar los cadáveres. Familiares, amigos y conocidos han ido enfermando y varios han muerto. En estas circunstancias nadie está a salvo de contraer el coronavirus con la posibilidad de morir. La pandemia de Covid-19 nos ha puesto de cara a la muerte.

Atravesamos una situación absolutamente anómala que nos pone frente a nuestro destino eterno. La pregunta es: si Dios nos llamara a su presencia ¿estaríamos preparados? Aunque es casi seguro de que la mayoría no morirá por Covid, nadie puede asegurar que está libre de contagio y decir que todavía le falta mucho tiempo para su muerte. "Mors certa, hora incerta", dice un viejo proverbio latino. Viviendo en medio de una pandemia nadie que sea llamado a la presencia de Dios podría presentarse ante Él diciendo: "la muerte me tomó por sorpresa", "es que yo no lo sabía" o "no estaba listo". El coronavirus interpela nuestra responsabilidad para estar preparados para ir al encuentro del Esposo, si así Él lo dispone.

Es natural que muchas personas sintamos temor a morir. Ese miedo puede ser como un aguijón que oprima nuestro ser. Sin embargo san Pablo afirma que "La muerte ha sido devorada en la victoria. ¿Dónde está, oh muerte, tu victoria? ¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón? ¡Demos gracias a Dios que nos dio tal victoria por nuestro Señor Jesucristo!" (1Cor 15,54-57). Dios nos puede quitar el aguijón del miedo a la muerte si reflexionamos frecuentemente sobre el tema, si anhelamos la resurrección y si oramos conversando con nuestro Creador.

San Roberto Bellarmino fue un cardenal de la Iglesia que murió en 1621. Él escribió una obra llamada "Ars moriendi" o "El arte del buen morir". En su obra afirma que, aunque la muerte es considerada mala por todos, ya que nos priva de nuestro ser corporal, Dios ha sabido "arreglarla" para que de ella se deriven muchos bienes espirituales. El bien más grande que proviene de la muerte consiste en que nos libera de las miserias de la vida mundana y nos abre las puertas del Reino de los cielos. "Ars moriendi" nos recuerda que no somos exclusivamente materia ni cúmulo de instintos, sino que poseemos un componente espiritual que debe ser cultivado constantemente y alimentado con la meditación y la oración.

Los cristianos sabemos que con la muerte muere el cuerpo, pero no el alma. Si el alma está sana, el hombre se salva, y la clave para este cuidado personal del alma es emprender un camino de continua entrega hacia Aquel que nos ama, dice el Bellarmino. Hay que aprender entonces a separar el bien del mal. Es en esta lucha por mantenernos en el bien donde radica el optimismo cristiano y el arte del bien morir. De esa manera el momento de la muerte se convierte en un momento bueno en sí mismo, porque permite al hombre alcanzar la plenitud en la alegría eterna. Si bien es cierto que fallecer tiene sus raíces en el mal, también es el camino por el que, si hemos vivido bien en el tiempo, tenemos la oportunidad de reunirnos con nuestro Padre celestial. El arte del bien morir no es otra cosa que el intento repetido de buscar recursos útiles para vivir una vida santa.

¿Cómo podemos entonces tener una buena preparación para la muerte, para que si ésta llega de repente no provoque desesperación y terror? San Roberto Bellarmino nos invita a no enredarnos en el pecado, con la falsa ilusión de que aún nos queda mucho tiempo para morir. Es necesario hacer, además, un buen examen de conciencia y pedir al Señor tener una buena muerte, es decir, una muerte en la gracia y en amistad con Dios, negando la impiedad en todo momento. Hay personas sumergidas en la impiedad y en el vicio. Para salir de este estado la única solución está en la oración, así como en el pedir la gracia y el perdón de Dios.

Muchos jóvenes y no tan jóvenes hemos visto la muerte como un evento lejano y poco inquietante. Sin embargo hoy, en las actuales condiciones de pandemia, estamos comprendiendo que nuestra vida depende de un hilo que se ha hecho delgado, y que se puede romper en cualquier momento. Si Dios ha sido alguien lejano para nosotros y ha estado fuera del corazón, la muerte y la posibilidad de la condenación eterna podrían ser golpes muy duros hasta volverse insoportables y terribles. ¿Por qué, entonces, no acercarnos a Dios con la confianza de un hijo que necesita a su padre amoroso?

Los cristianos sensibles, por tanto, hemos ante todo de protegernos del pecado, pensar con frecuencia en nuestro fallecimiento y amar mucho a Dios y a los hermanos en la caridad. Es el secreto para vivir alegres, optimistas. Nunca sea nuestro principal objetivo vivir despreocupados y frívolos en esta vida, sino afrontar el "tiempo" de una buena muerte con serenidad, con la esperanza de la gloria eterna.

domingo, 8 de noviembre de 2020

Voto y pecado


Hace unos días publiqué un tuit que levantó polvareda con halagos e insultos. Dije lo siguiente: "Los católicos que votaron deliberadamente por Joe Biden y que conocían su postura a favor del aborto –conscientes de que el aborto es un acto intrínsecamente malo por tratarse del asesinato de seres humanos inocentes, se han hecho cómplices y han caído en estado de pecado mortal". Por el respeto que debo a quienes me siguen en redes sociales, debo explicar lo que quise decir, y no dejar a la libre interpretación de mis seguidores una frase que, en la estrechez expresiva de Twitter, puede parecer ilógica. De hecho reconozco un error en su planteamiento.

Empecemos por una pregunta: ¿qué clase de acto es emitir un voto en una elección? Existen dos clases de actos: los actos del hombre y los actos humanos. Los primeros tienen que ver con las funciones naturales del cuerpo humano como la digestión y la respiración y, por tanto, no tienen una repercusión moral. Votar en las elecciones es diverso. Se trata de un acto humano racional que traerá consecuencias buenas o malas para una comunidad y que tendrá peso en el juicio que Dios hará sobre ese acto. Una decisión sobre quién va a gobernar un país y con qué valores, y qué tipo de leyes va a producir, esa decisión tiene un peso moral y se debe hacer con la razón.

¿Qué criterio hemos utilizar a la hora de sufragar por un candidato? Sin duda, el que se haga el mayor bien posible a una comunidad es lo que debe orientar nuestro voto. Sin embargo debemos reconocer que no siempre los candidatos en una elección podrían traer todo el bien a una comunidad. Simpatizamos con unos; otros nos son antipáticos. Incluso podemos llegar a pensar que elegir a uno u otro puede ocasionar algunos males sociales. En el caso de descubrir sombras en los programas políticos de los candidatos, el criterio del católico votante debe ser elegir por el mal menor.

Un mal intrínsecamente perverso es un mal gravemente pecaminoso en todas las circunstancias en que se cometa, sin excepciones. El aborto es un mal intrínsecamente perverso. Implica asesinar o cooperar para asesinar a un ser humano inocente en el vientre de su madre. ¿Quiénes cooperan con el mal del aborto? Son cómplices, en primer lugar, los gobiernos que lo permiten y lo apoyan económicamente con el dinero de impuestos. Se calcula que 62 millones de niños han sido abortados en Estados Unidos desde 1973, lo que no solamente hace cómplice al gobierno federal estadounidense del pecado de aborto, sino también de genocidio. Esto no significa que los empleados del gobierno federal ni los contribuyentes de aquel país sean culpables, a menos de que apoyen directamente el aborto.

En una carta que el cardenal Ratzinger envió a los obispos de Estados Unidos en 2004, con ocasión de si la Iglesia debería de admitir a la Comunión sacramental a los políticos a favor del aborto, decía el que es hoy Benedicto XVI: "Un católico sería culpable de cooperación formal en el mal, y tan indigno para presentarse a la Sagrada Comunión, si deliberadamente votara a favor de un candidato precisamente por la postura permisiva del candidato respecto del aborto y/o la eutanasia". Añade el cardenal: "Cuando un católico no comparte la posición a favor del aborto o la eutanasia de un candidato, pero vota a favor de ese candidato por otras razones, esto es considerado una cooperación material remota, la cual puede ser permitida ante la presencia de razones proporcionales".

Hay que distinguir entonces entre dos posibilidades: la cooperación formal con el mal y la cooperación remota con el mal. El caso de los católicos que votaron por Joe Biden conociendo su postura abortista y estando de acuerdo con ella, se han hecho cómplices del candidato en un mal intrínsecamente perverso y han pecado mortalmente. En ese caso se cumplen las tres condiciones del pecado mortal: materia grave, pleno conocimiento y consentimiento deliberado. En cambio aquellos que votaron por el demócrata conociendo su postura pro aborto, pero estando en desacuerdo con el aborto y sufragaron por él por otros motivos, han sido cooperadores remotos con el mal sin pecar mortalmente. Para ello tuvieron que tener razones proporcionales o de mucho peso, dice el cardenal Ratzinger.

Al respecto, los obispos de Estados Unidos publicaron un documento llamado "Formando la conciencia para ser ciudadanos fieles" en el que señalan: "Puede haber ocasiones en que un católico que rechaza una posición inaceptable de un candidato incluso sobre políticas que promueven un acto intrínsecamente malo decida razonablemente votar a favor de ese candidato por otras razones moralmente graves. Votar de esta manera sería solamente aceptable si verdaderamente existen razones morales graves, y no para promover intereses mezquinos o las preferencias de un partido político o para ignorar un mal moral fundamental".

Hay personas que objetan estos argumentos diciendo que haber votado por Biden, aunque implicó votar por el mal intrínseco del aborto, no fue pecaminoso porque fue un voto contra otros males que se adjudicaban a su oponente, el presidente Donaldo Trump. Por ejemplo la pena de muerte. Pero si comparamos ambos males –aborto y pena de muerte– hay una desproporción gigante. Sólo alrededor de 25 personas mueren al año por inyección letal en Estados Unidos mientras que 850 mil seres humanos inocentes son asesinados por aborto legal.

¿Y qué decir sobre las guerras que Estados Unidos hace en otras partes del mundo? Tampoco hay proporción con el aborto. Es cierto que hay inocentes que mueren en conflictos bélicos, pero la cantidad de muertos en guerras no se compara a la cantidad de seres humanos inocentes deliberadamente asesinados en el vientre de sus madres. Los únicos casos realmente escandalosos de muertes de inocentes en los últimos siglos son los de las víctimas de la bomba atómica en 1945 en Japón y el bombardeo de las ciudades alemanas en la Segunda Guerra Mundial.

Volviendo a la aseveración del cardenal Ratzinger antes citada, una razón proporcionada para votar por un candidato abiertamente abortista sería, por ejemplo, que el otro candidato tuviera el objetivo de conquistar el poder por el poder para ejercer un dominio brutal y despótico, tener pretensiones de expansión territorial o perpetrar un genocidio. Ese fue el caso del nacionalsocialismo alemán y del comunismo soviético. En esa situación sería justificable votar por un candidato pro aborto. Tal situación no es la de Estados Unidos ni del presidente Trump.

No se puede considerar el aborto colocándolo al nivel de otros temas sociales como la pobreza, el desempleo, la atención médica deficiente, la inmigración, la degradación del medio ambiente y el cambio climático. Ninguno de estos temas es intrínsecamente perverso, como es el aborto. No implican el asesinato deliberado de seres humanos. Ningún político, en esos temas, tiene la intención de matar a nadie. Votar a favor o en contra de un candidato basándose en esos asuntos sociales no es ningún pecado. Pero votar por un político que defiende y promueve un mal intrínseco como el aborto, eso sí es cooperación o complicidad con el pecado, directa o remota.

Corrijo mi mensaje original y así queda más claro: "Los católicos que votaron deliberadamente por Joe Biden y que estaban de acuerdo con su postura a favor del aborto –conscientes de que el aborto es un acto intrínsecamente malo por tratarse del asesinato de seres humanos inocentes, se han hecho cómplices y han caído en estado de pecado mortal". Quienes votaron por Biden sin estar de acuerdo con su postura abortista, tuvieron que hacerlo, para no pecar, únicamente por razones moralmente graves y proporcionales a la gravedad del aborto.

miércoles, 4 de noviembre de 2020

Doblan las campanas

Padre Armando Delgado Carlos
Padre Jesús Armando Delgado Carlos
Una gran cantidad de muertos desborda los hospitales y satura las funerarias. Pareciera que el Ángel Exterminador nuevamente hiciera su rondín por nuestros barrios y centros de trabajo. No hay ambiente en el que la muerte no se haya hecho presente, con Covid o sin Covid. La Iglesia no se ha librado. En el colegio de los presbíteros los padres Agustín Navarro, Jesús Figueroa y Armando Delgado fueron llamados al tribunal de Dios. En el gremio de los diáconos la muerte segó las vidas de Francisco Lazo durante el verano, y recientemente Abraham Gutiérrez. También la muerte visitó a las Misioneras de María Dolorosa y la madre Luz Estela Borunda tuvo que abandonar este mundo para acudir puntual a su cita con el Señor.

Los seis llamados por Dios a su divina presencia nos dejan un vacío en el corazón. Recordaremos del padre Navarro su gran celo pastoral; del padre Figueroa su sencillez y su sabiduría; del padre Armando su buen humor y su cercanía a sus feligreses. Los diáconos nos han enseñado que la vida vale la pena gastarse en el servicio a Dios y a la familia; y la hermana Luz Estela, por sus votos religiosos, nos ha enseñado a añorar la unión con Dios como el último fin de nuestra vida. Dios, que los creó por amor y los llamó a una vida de servicio a la Iglesia, les abra las puertas de su mansión eterna. Que en ellos se cumplan las palabras que escribió don Miguel de Unamuno para su epitafio: "Méteme, Padre eterno, en tu pecho, misterioso hogar; dormiré ahí, pues vengo deshecho del duro bregar".

Diácono Abraham Gutiérrez
La presencia del Covid-19 en nuestra ciudad y en el mundo, aunque en un primer momento pueda causar espanto y suscitar una fuerte resistencia, hemos de pensar que también se trata de una ayuda de Dios para que dejemos de mirar la vida en la tierra como un absoluto, y descubramos su carácter relativo. Este mundo no es el último escenario de nuestra existencia, sino el penúltimo. El envejecimiento, las enfermedades, los accidentes y las pandemias son también ayudas de Dios para suavizar nuestro tránsito de esta vida hacia el más allá. De esta manera Dios nos facilita ir cortando las amarras que nos atan fuertemente a este mundo. Así nos disponemos a dar el paso hacia la misteriosa y definitiva vida futura.

Experimentar la muerte de nuestros seres queridos –sacerdotes, diáconos, religiosas y tantos fieles laicos de nuestras parroquias–, y acatar las nuevas medidas de prevención de contagios que han implementado nuestras autoridades, nos da la sensación de que estamos viviendo un gran retiro espiritual. No hay restaurantes, ni plazas ni parques que nos reciban; están prohibidas las fiestas en casa y hasta tomar café con los amigos resulta difícil. No nos queda más que sumergirnos en el seno de nuestros hogares en la meditación y en la oración. Es Dios quien ha dispuesto que hagamos este desierto como una ayuda para que escuchemos su voz. Es en el silencio donde él habla y donde podemos renacer como nuevas criaturas, espiritualmente más fuertes y maduras.

Luz Estela Borunda MMD
En este confinamiento nos falta la Eucaristía. También el Señor ha permitido este ayuno eucarístico para que, de alguna manera, sintamos hambre de escuchar su Palabra y de comer su Cuerpo y beber su Sangre. Nuestros hermanos sacerdotes Agustín, Jesús y Armando; nuestros queridos diáconos Francisco Javier y Abraham; la entrañable hermana Luz Estela, todos ellos alimentaron sus vidas con Jesucristo, el pan de la vida. De esa manera comenzaron su cielo en la tierra y así experimentaron y anticiparon la resurrección. Sus vidas fueron ríos que llegaron a la mar, para con Dios nuestro Padre poderse abrazar. Descansen en paz.
Padre Jesús Figueroa

Padre Agustín Navarro

Diácono Francisco Javier Lazo Portillo





Practicar yoga

Pregunta : La Yoga, ¿Va o no va en contra de la fe Católica? Hay quien dice que si es solo para ejercitarse, no hay problema. Respuesta : P...