sábado, 28 de noviembre de 2015

La Iglesia vive de limosnas

Hace unos días agudicé mis oídos y escuché proclamar, a uno de esos predicadores protestantes de la plaza frente a Catedral, que la Iglesia Católica es tan rica, que posee más dinero –¡ja!– que Estados Unidos y que la Unión Europea juntos. No le di importancia porque sé que en muchas comunidades no católicas se azuza frecuentemente el odio hacia la Iglesia Católica tildándola como la Babilonia ramera. Pero días después vi, por televisión, a un conocido periodista local que aseguraba que el Vaticano –¡oh! ¡oh!– era de los estados más ricos del mundo. Eso sí me preocupó.

Vayamos primero con las propiedades de la Iglesia. ¿Las tiene? Sí, y muchas: templos, hospitales, dispensarios, orfanatos, escuelas, seminarios y otros edificios que utiliza para el culto y la evangelización por toda la geografía mundial. Los ha acumulado a lo largo de los siglos y sirven únicamente para que la Iglesia cumpla su misión de evangelizar y dar culto a Dios. Pero estas propiedades inmuebles, más que ser una fuente de beneficios económicos, son origen de muchos gastos que precisa la predicación del Evangelio y las obras de caridad. Hay que sudar para darles mantenimiento.

La Iglesia Católica tiene también miles de obras de arte y templos majestuosos que son expresión de la fe y del amor a Dios del pueblo creyente, y que los siglos han acumulado. A esas producciones artísticas no se les puede sacar ningún aprovechamiento mercantil. Es imposible vender la Piedad de Miguel Ángel o el retablo de los reyes de la catedral de México para dar el dinero a los pobres. Se trata de patrimonio cultural de la humanidad al que ni siquiera precio se le puede poner. Si un político decidiera desmantelar y vender el monumento a Benito Juárez de nuestra ciudad para pagar deudas del gobierno, el pueblo seguramente protestaría. Es a través de las obras de caridad y de promoción humana –¡y vaya que son innumerables!– como la Iglesia brinda ayuda a los pobres, y no desmantelando sus cúpulas o vendiendo sus imágenes sagradas.

¿Qué decir de los adornos de las iglesias con oro y materiales preciosos muy costosos? Si la misma gente gasta su dinero en joyas, casas y vestidos, ¿les prohibiremos que regalen algo valioso para el culto a Dios o para una imagen que aman y veneran? Por no ser rica, la Iglesia no está pidiendo constantemente dinero a los fieles para cambiar las sillas de las catedrales, sus cúpulas o los tapices, o su mobiliario. Las instituciones civiles y las empresas sí gastan constantemente en remodelaciones, pero no la Iglesia que, más bien, debe administrar este patrimonio histórico según su economía se lo permite.

Sobre los sueldos en la Iglesia, hay que señalar que la Iglesia paga poco. Nadie se hará rico trabajando para la Iglesia Católica. Los sacerdotes ganamos un sueldo de 6 mil 500 pesos mensuales y algunas propinas voluntarias que nos dan los fieles por algún servicio extraordinario que les prestamos. Las personas que trabajan en el Vaticano son, en su gran mayoría, solteras, por la sencilla razón de que los sueldos que paga la Santa Sede no alcanzan para mantener familias completas.

La Iglesia vive de las limosnas y los diezmos. Una tercera parte de las parroquias de Ciudad Juárez recibe subsidios de comunidades parroquiales con más pingüe situación económica. Es decir, una gran cantidad de parroquias locales no pueden obtener los suficientes recursos de manera propia para sufragar los gastos de su operación, y viven de las limosnas de otras comunidades.

La mayoría de los católicos no aporta su diezmo. Sólo una pequeña parte de la grey cumple con este deber de sostener a su Iglesia diocesana. El año pasado se obtuvieron 10 millones de pesos en diezmos de toda la diócesis, mientras que el presupuesto del Municipio de Ciudad Juárez fue de 3,482 millones de pesos para el 2015. Nuestra partida anual es sólo el 0.28 por ciento comparado con el de las arcas municipales. Por otra parte, el presupuesto del Vaticano es ridículo también –menos del 5 por ciento– confrontado con el de las grandes empresas internacionales. En realidad la Iglesia Católica vive de la limosna, de las migajas que caen de las mesas de sus fieles. Por ningún lado se ve, pues, esa mítica Iglesia millonaria y opulenta.

¿Qué decir de los sacerdotes que se dan una vida de ricos? Los hay. Casos, por ejemplo, en los que se aprovechan de la economía de su parroquia y así se vuelven motivo de escándalo para los fieles. Pero esto no es la norma sino la excepción. La inmensa mayoría de los sacerdotes viven austera y sencillamente.

De una Iglesia rica líbrenos Dios. Ya no sería la Providencia la que la sostendría. Y se alejaría de ser la Iglesia de Jesucristo.

viernes, 27 de noviembre de 2015

Vendrá el hombre de las llaves

La inmensa mayoría de los católicos mexicanos no puede ir a Roma para ver al papa. Será Roma, entonces, la que venga a ellos a través de Francisco, su obispo. No seremos parte de esos más de diez millones de personas que anualmente visitan la Basílica de san Pedro, y que van de todos los rincones de la tierra. No iremos a detenernos frente al altar mayor de la imponente basílica vaticana para rezar el Credo, como buenos peregrinos, y recibir la bendición del Santo Padre.

Será el mismo papa quien venga a nosotros para bendecirnos y confirmarnos en la fe católica. Como el humilde pescador de Galilea confesó un día en Cesarea de Filipo: “Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo”, también nosotros haremos nuestra confesión, frente al Santo Padre, muy probablemente, en nuestra tierra fronteriza. Esperamos que el mismo papa lo confirme el próximo 12 de diciembre, en Roma, durante la misa que celebrará en honor a la Virgen de Guadalupe.

¿Quién es el hombre de sotana blanca que vendrá a visitarnos a México? Para los católicos la figura del papa es de derecho divino, es decir, fue instituida por Jesucristo. Es una función que el Señor encomendó directamente a Pedro, el primero entre los Apóstoles, y que se transmitió a sus sucesores (Mt 16,13-20). Lo llamamos cabeza del colegio episcopal porque recibió de Jesús la misión de presidir, junto con los sucesores de los Apóstoles, el gobierno y la enseñanza a todos los cristianos. También lo llamamos vicario de Cristo porque ejerce su potestad en el nombre del Señor. Lo llamamos, además, pastor de la Iglesia universal porque tiene poder de primacía sobre todos los miembros del pueblo de Dios (Jn 21,15-17).

El papa Francisco vendrá a México para confirmarnos en nuestra fe católica. “Sobre esta piedra edificaré mi Iglesia”. Pedro y sus sucesores los papas, han recibido de Cristo dar unidad y firmeza a la sociedad sobrenatural –espiritual y visible– fundada por él para santificar a los hombres y glorificar a Dios. Jesucristo es la piedra angular de todo el edificio, y Pedro es el fundamento visible de la unidad de la Iglesia.

El hombre que vendrá desde Roma en febrero es a quien Jesús prometió y entregó las llaves del Reino de los cielos. Por lo tanto, es el administrador del reino de Cristo en la tierra. Bíblicamente las llaves son símbolo de autoridad del funcionario encargado del palacio real. Nadie puede acceder al rey sino pasando por aquel que abre y cierra las puertas de la morada real. Ya lo había profetizado Isaías: “En tus hombros le pondré las llaves de la casa de David; nadie podrá cerrar lo que él abra ni abrir lo que él cierre” (Is 22,22). Y Apocalipsis dice: “Esto dice el que es santo y verdadero, el que tiene la llave de David que abre y nadie cierra, y cierra y nadie abre” (Ap 3,7).

Al asumir el pontificado, Francisco rechazó la cruz pectoral pontificia de oro que utilizaron sus predecesores; en cambio eligió llevar en el pecho una cruz con la imagen de Jesús, el buen pastor, que lleva sobre sus hombros a la oveja perdida. Algunas interpretaciones, para desprestigiar al papa y confundir a los católicos, dijeron que se trataba de un esqueleto o del dios egipcio Osiris, un símbolo masónico. Eso es absolutamente falso. Fijémonos bien: en la cruz del papa, además del pastor con la oveja, aparece un rebaño detrás del pastor –las 99 ovejas en casa– y el Espíritu Santo en forma de paloma. Ello nos recuerda que Jesús dijo a Pedro: “No tengas miedo. Desde ahora vas a ser pescador de hombres”. Y nos recuerda también el inmenso amor que el papa Francisco ha mostrado al ir hacia los últimos, a los pobres y pecadores para invitarlos a recibir la misericordia de Dios.

Francisco, Dios mediante, estará entre los mexicanos y muy probablemente, entre los juarenses. Vendría a buscar a los pobres, a pastorear y a consolar aquellas regiones de México que han sido severamente golpeadas por la violencia y la injusticia: San Cristóbal de las Casas representando a los más pobres y a los indígenas; Morelia representando a los más golpeados por la violencia y la anarquía; y Ciudad Juárez representando a los grandes flujos de inmigrantes que buscan llegar más allá de las fronteras del norte.

Viviremos, con la gracia de Dios y si el papa así lo confirma, días de intensa emoción. Habremos de unir esfuerzos, Iglesia, gobierno y sociedad civil, para recibir al hombre de las llaves, al pastor universal. Roma estará entre nosotros.

sábado, 14 de noviembre de 2015

Ante los terribles hechos en París

Anoche nos dormimos con un gran pesar en el corazón por lo ocurrido en París. Imágenes dantescas de destrucción y con cadáveres por doquier aparecieron hoy en los periódicos. Podemos imaginar la pesadilla que muchos hermanos franceses están viviendo, sobre todo aquellos que perdieron algún familiar durante esos actos terroristas.

La situación tan compleja que se vive en Europa y en Medio Oriente, sobre todo con los conflictos en Siria e Irak y con la expansión del violento Estado Islámico es reflejo de la precariedad de nuestra condición humana. Somos nosotros los seres humanos quienes con nuestro egoísmo hemos convertido el mundo en un lugar difícil para vivir. Las injusticias políticas, la venta de armas, la violencia, la saña y la crueldad, la intolerancia hacia otras religiones, la emigración forzada… todo ello es fruto amargo de de la crisis espiritual que se vive en nuestras sociedades y que hunde sus raíces en el pecado. ¡Cuánta desolación sigue causando el poder del mal!

El texto del Evangelio de la parábola de la viuda (Lc 18, 1-8) nos da un poco de luz en medio de nuestras tinieblas. La mujer viuda representa nuestra humanidad que vive en la precariedad, en la soledad y el abandono. Se trata de un caso desesperado porque hay un juez injusto que no teme a Dios ni respeta a los hombres. La única solución en el drama la tiene el juez, que termina por atender las peticiones de la mujer viuda para quitársela de encima. Así es nuestra humanidad lejos del Señor, un caso desesperado y sin solución.

Sin embargo el objetivo de Jesús al presentar esa parábola es hacernos tomar conciencia de la necesidad que tenemos de acudir, no a jueces humanos limitados, sino al Divino Juez, a Dios nuestro Padre, que es el único que puede sacar a la humanidad de los atolladeros en que se mete. Insiste el Señor en que cuando las injusticias humanas están a la orden del día y los caminos se vuelven laberintos sin salida, podemos hacer algo que puede cambiar el rumbo: orar.

En esta hora de desconcierto y de dolor por lo ocurrido en Francia, podemos hacer análisis de por qué ocurrieron los hechos; podemos buscar culpables en el mundo de la política; podemos condenar a los extremistas del islam; podemos hacer marchas y plantones contra Francois Hollande; podemos... Sin embargo Jesús nos dice: "Vengan a mí todos los que están cansados y agobiados, y yo los aliviaré". Nos recuerda el Señor con esas palabras que reposemos un momento en el corazón de Dios porque Él es medicina que cura nuestras heridas. Es Dios quien nos consuela, nos revitaliza, nos da fuerza y paz en medio de la oscuridad.

No culpemos a Dios por estos hechos. Él nos creó libres y nosotros, usando nuestra libertad, podemos crear la civilización del amor o la civilización del egoísmo. Él ya hizo bastante por nosotros enviando al mundo a su Hijo Unigénito Jesucristo para revelarnos su amor y las claves para construir un mundo de bien. El camino hacia la paz verdadera -no la que da el mundo- es recuperar nuestra relación con Jesús y con su Iglesia. Si todos oramos todos los días un poco, estaremos acercándonos al paraíso, aquí en la tierra, y allá en el Cielo.















La oración cambia al mundo

Dicen las encuestas que la gente dedica poco tiempo a la oración. Yo lo lamento muchísimo porque el mundo, si la gente orara, sería un lugar mucho mejor para vivir. Tendríamos también personas más serenas, con más paz interior y las familias no padecerían de tantos dolores de cabeza. Me atrevo a decir que si el mundo marcha muy mal es porque el mundo ora poco o, de plano, no ora. 

Los sacerdotes nos damos cuenta de que hay cristianos que se acercan a la Iglesia cuando el agua les llega a los aparejos. Entonces comienzan a rezar para pedirle a Dios que los saque de su problema y, al ver que el cielo no se abre, caen en el desánimo y abandonan la plegaria. En casos extremos llegan a afirmar que orar es una actividad completamente inútil y que Dios debe ser, seguramente, un personaje mitológico lejano al mundo en que vivimos.

Hay personas no creyentes que se burlan de la oración. Dicen que se trata de una sugestión mental con efectos consolatorios, un hablar con gnomos o hadas imaginarias para tratar de cambiar la marcha del mundo. Y se ríen de nosotros los creyentes llamándonos pobres ilusos, ingenuos o bobos.

Sin embargo somos nosotros, los creyentes, quienes en realidad podemos sonreír ante la necedad de aquellos que solamente confían en sus fuerzas para cambiar el mundo. Ellos creen que con marchas, plantones y protestas cambiará el estado de las cosas. Les encantan los discursos de lucha de clases. Todo lo condenan. Viven enojados. Adoran a la diosa razón, a la ciencia y al compromiso social como la panacea universal para solucionar los problemas de la humanidad.

Somos nosotros los creyentes quienes podemos aportar más que ellos para que el mundo sea más feliz y haya más optimismo. ¿Acaso son más eficaces los lamentos y los discursos amargos para avanzar hacia una sociedad que viva en armonía? ¿No son ellos, los que teórica o prácticamente han declarado la muerte de Dios, quienes con sus teorías están volteando la sociedad al revés?

Para los no creyentes rezar no cambiará el mundo. Pero nosotros estamos convencidos de que sí puede hacerlo, por la sencilla razón de que la oración es fuerza para que nuestra pobre humanidad se levante de sus miserias y vaya por el camino del bien. Aguiló lo dice: “Un rezo no va a imponer nuestros anhelos a la realidad, pero puede que, al conjuro de esas palabras, nuestra pobre naturaleza humana, desvalida y apabullada, ascienda sobre el barro de sus debilidades y halle una luz que le infunda fortaleza y convicciones”.

El mal es una amenaza constante para la vida humana y social, y aquel que no ora, pronto se verá envuelto por alguna forma de maldad. Sólo la oración nos ayuda a contrarrestar estas fuerzas malignas que acechan las almas que habitan el mundo.

Muchos consideran inútil orar porque, argumentan, no hay respuestas de parte del Cielo; dicen que a nadie escuchan y que es como dirigirse al vacío. Dice Aguiló que “Nadie profano en la música consideraría inútil un piano por el simple hecho de haber obtenido una penosa melodía al teclearlo al azar. El problema no es que la oración sea inútil, sino que hay que aprender a hacer oración”.

Una persona que lleva una vida organizada de oración es alguien que no sólo encuentra esperanza y consuelo para superar sus problemas personales, sino que toma la fuerza y la inspiración para mejorar el entorno de su comunidad. La falsa oración busca fugarse del mundo para encerrarse en un mundo espiritual desencarnado del nuestro. La verdadera oración es contemplación de Aquél que se hizo hombre y que, con su palabra, nos anima y nos inspira para construir un mundo mejor. Y nos libra de la frustración de no ver los resultados de nuestros esfuerzos porque estos dependen de Dios, no de nosotros. A nosotros nos toca, como enseñaba san Benito, orar y trabajar, con la promesa de que nos acercamos a la vida futura, a un país mejor que el nuestro.

miércoles, 4 de noviembre de 2015

Dejarlos partir

Arthur Schnitzler publicó en 1864 una novela corta llamada ‘Morir’. En ella describe la historia de un hombre de mediana edad llamado Félix, a quien un médico le diagnosticó una grave enfermedad pulmonar comunicándole que no podrá vivir un año más. Félix entró en una grave crisis. Su esposa, viendo cómo su marido lloraba revolviendo sus cabellos, trataba en vano de consolarlo.

Aquel hombre empezó a imaginar que su esposa sería viuda y que quizá volvería a enamorarse de otro hombre. “En un año todo habrá terminado… Dentro de un año yaceré rígido, quizá incluso descompuesto… Y tú, tú te verás igual que ahora”. Félix hacía estas reflexiones en voz alta y Marie se ponía a llorar desconsoladamente. “¿Por qué piensa Félix de esa manera? ¿Acaso no confía en mí?”. Y un día, mientras escuchaba uno de esos dramáticos monólogos de su marido, le dijo: “He vivido contigo, moriré contigo”.

La impotencia rodeaba la vida de Félix. Sabía que su esposa no podría morir con él, porque la muerte es un evento personalísimo. Morimos solos. Se sentía un condenado a muerte. Si al menos aquel médico no hubiera dado la fecha de la ejecución su vida sería más tranquila y sus días transcurrirían con más dignidad, pero saber que le quedaba menos de un año de vida le había hecho miserables sus días. No quedaba mucho tiempo para que se cumpliera la sentencia de muerte.

Un día navegaban en una barca alrededor de un lago y él susurró entre dientes: “Si me quieres, muere conmigo, ahora”. Ella dormía y no lo escuchó. Pero este deseo fue cobrando fuerza en el interior de Félix. Y aunque él no se atrevía a manifestarlo, en su interior repetía: “Si me amas, de verdad, entonces no me sobrevivas”. Marie, que sabía interpretar los pensamientos de su marido, presentía que su esposo tenía el deseo de matarla; entonces comenzó a sentir rencor contra él y mucho miedo.

Al presentir que la muerte se aproximaba, Félix le hizo una extraña pregunta a su mujer: “¿Estás preparada, Marie?”. Ella sintió terror mientras él la sujetaba con fuerza. “¿Recuerdas aquella promesa que me hiciste: ‘He vivido contigo, moriré contigo’? Tenemos que irnos, Marie. Se nos ha acabado el tiempo… ¡Marie! ¡Marie! No quiero morir solo”. Entonces quiso estrangularla. Como un poseído murmuraba mientras buscaba su cuello: “¡Juntos! ¡Juntos!”. Ella corrió hacia la puerta y Félix quiso saltar de la cama, pero las fuerzas lo abandonaron. Y mientras ella estaba fuera, lejos de él, pidiendo auxilio, murió Félix… solo.

Observa Juan Jesús Priego que hay una pregunta que flota en todo el relato: ¿Hay que morirse con los muertos? ¿Es una exigencia del amor morirse con el ser amado? Porque hoy una gran cantidad de personas, en un afán por no querer dejar partir a sus seres queridos difuntos, buscan retenerlos. A veces llegan dolientes a la parroquia solicitando una misa de difuntos con cenizas presentes. Y me desconcierto cuando me dicen que la persona falleció hace uno o más años. “¡Quédate conmigo, no te vayas… ¡Juntos! ¡Juntos!”, parecen decir al muerto.

Retener las cenizas de un difunto en un armario o en un pedestal en la sala de la casa me parece –lo digo sinceramente– tan inapropiado y desagradable como conservar el ataúd con el cuerpo presente, por años y años, en una de las habitaciones del hogar. Esos difuntos, ¿no se sentirán que los queremos, de alguna manera, ‘estrangular’ con nuestro deseo de retenerlos en la tierra y no dejarlos seguir su camino al más allá?

Hoy estamos vivos, respiramos, hablamos, cantamos, trabajamos, amamos. Un día estaremos muertos. Nos enterrarán y reposaremos en la tierra, en el agujero de un tranquilo cementerio en el que los días transcurrirán serenos mientras que nuestro cuerpo se irá descomponiendo. Quizá una funeraria acelerará el proceso de putrefacción corporal mediante las altas temperaturas de un horno crematorio para después ser entregados, en cenizas, a nuestros seres queridos.

Dios les conceda a nuestros familiares, que tanto amamos, la sabiduría de depositarnos en un camposanto o en las criptas de una iglesia, que son lugares bendecidos y apropiados para la oración por los difuntos. Que no nos aferremos tanto a nuestros seres queridos al grado de quererlos estrangular para llevarlos con nosotros, y que ellos no se apeguen tanto a nosotros que nos quieran retener, por años y años, en un closet o encima de un piano. Que nos dejen partir y –eso sí– que nos recuerden en sus oraciones, especialmente en la Eucaristía, para que un día estemos juntos, otra vez, en aquel misterioso lugar donde Dios enjugará las lágrimas de sus hijos.

Practicar yoga

Pregunta : La Yoga, ¿Va o no va en contra de la fe Católica? Hay quien dice que si es solo para ejercitarse, no hay problema. Respuesta : P...