miércoles, 4 de noviembre de 2015

Dejarlos partir

Arthur Schnitzler publicó en 1864 una novela corta llamada ‘Morir’. En ella describe la historia de un hombre de mediana edad llamado Félix, a quien un médico le diagnosticó una grave enfermedad pulmonar comunicándole que no podrá vivir un año más. Félix entró en una grave crisis. Su esposa, viendo cómo su marido lloraba revolviendo sus cabellos, trataba en vano de consolarlo.

Aquel hombre empezó a imaginar que su esposa sería viuda y que quizá volvería a enamorarse de otro hombre. “En un año todo habrá terminado… Dentro de un año yaceré rígido, quizá incluso descompuesto… Y tú, tú te verás igual que ahora”. Félix hacía estas reflexiones en voz alta y Marie se ponía a llorar desconsoladamente. “¿Por qué piensa Félix de esa manera? ¿Acaso no confía en mí?”. Y un día, mientras escuchaba uno de esos dramáticos monólogos de su marido, le dijo: “He vivido contigo, moriré contigo”.

La impotencia rodeaba la vida de Félix. Sabía que su esposa no podría morir con él, porque la muerte es un evento personalísimo. Morimos solos. Se sentía un condenado a muerte. Si al menos aquel médico no hubiera dado la fecha de la ejecución su vida sería más tranquila y sus días transcurrirían con más dignidad, pero saber que le quedaba menos de un año de vida le había hecho miserables sus días. No quedaba mucho tiempo para que se cumpliera la sentencia de muerte.

Un día navegaban en una barca alrededor de un lago y él susurró entre dientes: “Si me quieres, muere conmigo, ahora”. Ella dormía y no lo escuchó. Pero este deseo fue cobrando fuerza en el interior de Félix. Y aunque él no se atrevía a manifestarlo, en su interior repetía: “Si me amas, de verdad, entonces no me sobrevivas”. Marie, que sabía interpretar los pensamientos de su marido, presentía que su esposo tenía el deseo de matarla; entonces comenzó a sentir rencor contra él y mucho miedo.

Al presentir que la muerte se aproximaba, Félix le hizo una extraña pregunta a su mujer: “¿Estás preparada, Marie?”. Ella sintió terror mientras él la sujetaba con fuerza. “¿Recuerdas aquella promesa que me hiciste: ‘He vivido contigo, moriré contigo’? Tenemos que irnos, Marie. Se nos ha acabado el tiempo… ¡Marie! ¡Marie! No quiero morir solo”. Entonces quiso estrangularla. Como un poseído murmuraba mientras buscaba su cuello: “¡Juntos! ¡Juntos!”. Ella corrió hacia la puerta y Félix quiso saltar de la cama, pero las fuerzas lo abandonaron. Y mientras ella estaba fuera, lejos de él, pidiendo auxilio, murió Félix… solo.

Observa Juan Jesús Priego que hay una pregunta que flota en todo el relato: ¿Hay que morirse con los muertos? ¿Es una exigencia del amor morirse con el ser amado? Porque hoy una gran cantidad de personas, en un afán por no querer dejar partir a sus seres queridos difuntos, buscan retenerlos. A veces llegan dolientes a la parroquia solicitando una misa de difuntos con cenizas presentes. Y me desconcierto cuando me dicen que la persona falleció hace uno o más años. “¡Quédate conmigo, no te vayas… ¡Juntos! ¡Juntos!”, parecen decir al muerto.

Retener las cenizas de un difunto en un armario o en un pedestal en la sala de la casa me parece –lo digo sinceramente– tan inapropiado y desagradable como conservar el ataúd con el cuerpo presente, por años y años, en una de las habitaciones del hogar. Esos difuntos, ¿no se sentirán que los queremos, de alguna manera, ‘estrangular’ con nuestro deseo de retenerlos en la tierra y no dejarlos seguir su camino al más allá?

Hoy estamos vivos, respiramos, hablamos, cantamos, trabajamos, amamos. Un día estaremos muertos. Nos enterrarán y reposaremos en la tierra, en el agujero de un tranquilo cementerio en el que los días transcurrirán serenos mientras que nuestro cuerpo se irá descomponiendo. Quizá una funeraria acelerará el proceso de putrefacción corporal mediante las altas temperaturas de un horno crematorio para después ser entregados, en cenizas, a nuestros seres queridos.

Dios les conceda a nuestros familiares, que tanto amamos, la sabiduría de depositarnos en un camposanto o en las criptas de una iglesia, que son lugares bendecidos y apropiados para la oración por los difuntos. Que no nos aferremos tanto a nuestros seres queridos al grado de quererlos estrangular para llevarlos con nosotros, y que ellos no se apeguen tanto a nosotros que nos quieran retener, por años y años, en un closet o encima de un piano. Que nos dejen partir y –eso sí– que nos recuerden en sus oraciones, especialmente en la Eucaristía, para que un día estemos juntos, otra vez, en aquel misterioso lugar donde Dios enjugará las lágrimas de sus hijos.

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