Mi abuela fue mujer de pueblo sencillo, criada en ambiente rural. Cuando llegaba alguna ocasión especial, para ella era lo más natural salir al corral y atrapar una gallina para preparar un guiso. Las agarraba por el pescuezo y les giraba la cabeza para matarlas, les quitaba las plumas en agua caliente y al poco tiempo todos comían sabrosamente. Ordeñar una vaca, sacrificar un puerco, rasurar una borrega, ensillar un caballo, herrar un becerro o matar una víbora en ocasión de peligro era lo más natural del mundo.
La gente del campo tiene clara la idea de que los animales están al servicio del hombre. Pero quienes crecimos entre el asfalto de las ciudades, este pensamiento nos parece que debe ser al revés; es el hombre quien debería subordinarse a la naturaleza. Curiosamente, a diferencia de la gente rural, los habitantes de las ciudades tenemos una gran sensibilidad ecológica; nos espantan las corridas de toros, la charrería y ahora –¡válgame Dios!– hasta los animales en los circos.
Los jóvenes suelen ser más defensores de la naturaleza que los adultos. Ellos, tan ocupados horas y horas en Feisbuk y en Tuiter, tan habituados al consumismo, a los antros y a la diversión sin límites, a los deportes extremos y películas violentas, son los que raramente piensan en pasar un día en el campo o hacer un picnic en cualquier parque. Muchos están dispuestos a plantarse en protesta fuera de las plazas de toros, aunque su contacto con el mundo natural real sea muy escaso.
El ecologismo pertenece a la civilización postindustrial. Es un fenómeno de masas y arraigado en ciertas élites. Pero los comportamientos que promueve no son coherentes. Si quienes piden circos sin animales dejaran de utilizar zapatos y abrigos hechos de piel, si dejaran de consumir carne y pescado, si renunciaran a tener mascotas en sus casas, serían creíbles. Si tuvieran un estilo de vida realmente austero para salvar el planeta, serían admirados. Pero quienes se jactan de ser verdes no dejarán sus teléfonos celulares ni sus coches, seguirán viajando en avión y serán consumidores de productos ecológicos.
Hoy un partido político en México quiere que los circos presenten sus espectáculos sin animales. La congruencia los habría hecho empezar por legislar contra las corridas de toros donde las reses sangran y mueren. Pero no son coherentes. Arremeten contra los pobres circos donde los dueños no tienen las riquezas ni el poder de los políticos y empresarios, quienes suelen ser aficionados a la fiesta brava. ¿Tratarán luego de convencernos, con su demagogia, de que hay que erradicar la pesca, la charrería, el polo, la equitación, el entrenamiento canino, los zoológicos, acuarios, aviarios y toda forma de maltrato animal?
No es fácil definir el ecologismo. Es una realidad compleja en la que hay diversas formas de pensamiento. Siguiendo la clasificación que hace Luc Ferry en su obra ‘El nuevo orden ecológico’, podemos decir que existen tres tipos de ecologismo. El primero, y que corresponde a una visión cristiana, no es realmente ecologismo sino ecología. Ve al hombre como protagonista en su relación con la naturaleza. El hombre guarda con ella una relación de solidaridad. No debe explotar los recursos naturales y convertirse en un depredador; los animales están a su servicio y no debe matarlos por diversión, sino debe ser un administrador responsable para cultivar la casa que Dios le dio.
Las otras dos clasificaciones sí son propiamente ecologismos, es decir, ideologías. Un ecologismo activista, señala Ferry, que busca la ‘liberación de los animales’. Este movimiento pretende elevar la dignidad de los animales a la altura de los hombres, hasta convertirlos en personas. Quienes defienden los derechos del cangrejo y los circos sin animales entran en esta categoría. Por último existe el ecologismo extremo, donde el hombre es visto como una especie más; de hecho, la más peligrosa. Somos los seres humanos quienes, con nuestro egoísmo –dicen–, hemos sido la maldición para el planeta y por ello es necesaria la desaparición de nuestra raza; estamos de sobra.
Entre los ecologismos que distorsionan la realidad y la ecología, la Iglesia católica está con la ecología, es decir, con el cuidado responsable del medio ambiente para el servicio del hombre y la gloria de Dios. San Francisco de Asís, patrono de la ecología, veía a la creación como una escalera para elevarse al trono de Dios, y a los animales los contemplaba con amor como creaturas del Señor para el servicio del hombre. El santo no comía carne los viernes, pero el día de Navidad ofrecía doble ración de carne a los frailes, y a los animales, ración doble de heno por amor a Jesús, el Señor, nacido por nosotros.
La gente del campo tiene clara la idea de que los animales están al servicio del hombre. Pero quienes crecimos entre el asfalto de las ciudades, este pensamiento nos parece que debe ser al revés; es el hombre quien debería subordinarse a la naturaleza. Curiosamente, a diferencia de la gente rural, los habitantes de las ciudades tenemos una gran sensibilidad ecológica; nos espantan las corridas de toros, la charrería y ahora –¡válgame Dios!– hasta los animales en los circos.
Los jóvenes suelen ser más defensores de la naturaleza que los adultos. Ellos, tan ocupados horas y horas en Feisbuk y en Tuiter, tan habituados al consumismo, a los antros y a la diversión sin límites, a los deportes extremos y películas violentas, son los que raramente piensan en pasar un día en el campo o hacer un picnic en cualquier parque. Muchos están dispuestos a plantarse en protesta fuera de las plazas de toros, aunque su contacto con el mundo natural real sea muy escaso.
El ecologismo pertenece a la civilización postindustrial. Es un fenómeno de masas y arraigado en ciertas élites. Pero los comportamientos que promueve no son coherentes. Si quienes piden circos sin animales dejaran de utilizar zapatos y abrigos hechos de piel, si dejaran de consumir carne y pescado, si renunciaran a tener mascotas en sus casas, serían creíbles. Si tuvieran un estilo de vida realmente austero para salvar el planeta, serían admirados. Pero quienes se jactan de ser verdes no dejarán sus teléfonos celulares ni sus coches, seguirán viajando en avión y serán consumidores de productos ecológicos.
Hoy un partido político en México quiere que los circos presenten sus espectáculos sin animales. La congruencia los habría hecho empezar por legislar contra las corridas de toros donde las reses sangran y mueren. Pero no son coherentes. Arremeten contra los pobres circos donde los dueños no tienen las riquezas ni el poder de los políticos y empresarios, quienes suelen ser aficionados a la fiesta brava. ¿Tratarán luego de convencernos, con su demagogia, de que hay que erradicar la pesca, la charrería, el polo, la equitación, el entrenamiento canino, los zoológicos, acuarios, aviarios y toda forma de maltrato animal?
No es fácil definir el ecologismo. Es una realidad compleja en la que hay diversas formas de pensamiento. Siguiendo la clasificación que hace Luc Ferry en su obra ‘El nuevo orden ecológico’, podemos decir que existen tres tipos de ecologismo. El primero, y que corresponde a una visión cristiana, no es realmente ecologismo sino ecología. Ve al hombre como protagonista en su relación con la naturaleza. El hombre guarda con ella una relación de solidaridad. No debe explotar los recursos naturales y convertirse en un depredador; los animales están a su servicio y no debe matarlos por diversión, sino debe ser un administrador responsable para cultivar la casa que Dios le dio.
Las otras dos clasificaciones sí son propiamente ecologismos, es decir, ideologías. Un ecologismo activista, señala Ferry, que busca la ‘liberación de los animales’. Este movimiento pretende elevar la dignidad de los animales a la altura de los hombres, hasta convertirlos en personas. Quienes defienden los derechos del cangrejo y los circos sin animales entran en esta categoría. Por último existe el ecologismo extremo, donde el hombre es visto como una especie más; de hecho, la más peligrosa. Somos los seres humanos quienes, con nuestro egoísmo –dicen–, hemos sido la maldición para el planeta y por ello es necesaria la desaparición de nuestra raza; estamos de sobra.
Entre los ecologismos que distorsionan la realidad y la ecología, la Iglesia católica está con la ecología, es decir, con el cuidado responsable del medio ambiente para el servicio del hombre y la gloria de Dios. San Francisco de Asís, patrono de la ecología, veía a la creación como una escalera para elevarse al trono de Dios, y a los animales los contemplaba con amor como creaturas del Señor para el servicio del hombre. El santo no comía carne los viernes, pero el día de Navidad ofrecía doble ración de carne a los frailes, y a los animales, ración doble de heno por amor a Jesús, el Señor, nacido por nosotros.
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