La Iglesia era corazón de la vida comunitaria en la Edad
Media, y la gente vivía en el reflejo de su belleza. El pueblo, de alguna
manera, se sentía ‘dueño’ de esa estructura que se alzaba hasta el cielo en su
grandeza. La iglesia era testigo del nacimiento propio, del matrimonio, del
nacimiento de los hijos, de la muerte. Por eso la gente común se sentía
involucrada en la construcción de sus iglesias. Canteros, carpinteros,
albañiles, techadores, orfebres, artesanos, vidrieros… todos contribuirán en
las construcciones porque sabían que era para provecho de su vida espiritual y
la del pueblo. La iglesia era expresión del orgullo y del amor de la ciudad, y
si había que pasar 50 o 70 años construyéndola, la gente, gustosa, legaría a
sus hijos el proyecto. Fue la fe la que engendró ese enorme esfuerzo. Participar en la vida parroquial ha sido siempre una de las grandes alegrías que tiene la vida cristiana. El amor a Jesús se expresa en el amor a la parroquia donde lo recibimos, donde lo adoramos, donde escuchamos su Palabra, donde recibimos su Cuerpo y Sangre, donde nos lava de las culpas, donde nos encontramos con los miembros de la Iglesia.
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