Lo que nos hizo levantar las cejas fueron estas palabras suyas: “Los códigos culturales profundamente arraigados, las creencias religiosas y las fobias estructurales han de modificarse”. “Los gobiernos deben emplear sus recursos coercitivos para redefinir los dogmas religiosos tradicionales”. El que los gobiernos deban transformar los códigos culturales y las creencias religiosas de sus pueblos descubre la intención de imponer, desde las cúpulas del poder mundial, una nueva cultura para todo el mundo. Y ésta no ha de ser otra más que la cultura occidental laicista, que ve a las religiones como enemigas del progreso.
Según la visión de la principal candidata del Partido Demócrata a la presidencia de Estados Unidos, para salir a la calle todos hemos de uniformarnos con un código de vestir y de hablar; quedarían prohibidos el uso de símbolos religiosos como el crucifijo, el velo musulmán o el kipá de los judíos. Si alguno, durante horas de trabajo, quiere decir “Que Dios te bendiga” o desea portar su medalla de la Virgen de Guadalupe al cuello, habrá que hacerlo sólo dentro de casa. Ello podría considerarse una ofensa, un intento de imponer la propia religión a los demás. ¿Tendré un día que quitarme el alzacuello cuando cruce por el puente internacional hacia El Paso Texas para no perturbar al agente?
Hilaria olvida que la Declaración de los Derechos Humanos, aprobados por la ONU en 1948, establece, en su artículo dos, que “toda persona tiene derecho a la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión; este derecho incluye la libertad de cambiar de religión o de creencia, así como la libertad de manifestar su religión o creencia, individual o colectivamente, tanto en público como en privado, por la enseñanza, la práctica, el culto o la observancia”. El artículo 30, que cierra la Declaración de Derechos Humanos, prohíbe que se interpreten estos derechos en el sentido de que se confiera derecho al Estado para realizar actividades o actos que tiendan a suprimir cualquiera de los derechos proclamados por la misma Declaración.
Los códigos culturales, los dogmas religiosos y las fobias estructurales a las que se refiere la Clinton, no son sino la filosofía natural y la religión cristiana, que sentaron las bases de la cultura occidental, y que ahora el mundo laicista trata de suprimir. Estamos hablando del derecho a la vida; de la familia natural de padre, madre e hijos; del respeto a la dignidad de la persona humana en los más variados ámbitos de la existencia.
Desde 1989, año de la caída del Muro de Berlín, la ONU apoyada por Estados Unidos intenta implementar en el mundo programas de ingeniería social con políticas abortistas, divorcistas, anticonceptivas, eutanásicas y homosexualistas. Suena medio complicado, ¿no?, pero no es más que destrucción de la vida y la familia, que son los cimientos de nuestra civilización.
Otro de los objetivos es desmantelar las identidades étnicas. Nadie debe tener una identidad cultural diversa a la impuesta por los millonarios del poder. Todos derechitos y uniformados. Así los tarahumaras, los tiguas y los navajos deberán, poco a poco, olvidarse de sus tradiciones y empezar a gustar de comer en McDonald’s y comprar discos de Madona, tener teléfono celular, utilizar las redes sociales, ponerse condones y aceptar el matrimonio gay. Cualquiera que no encaje con el nuevo modelo cultural estaría en peligro de ser perseguido por el Estado.
Las palabras de Hilaria debieron haber causado perplejidad en las personas practicantes de su religión en Estados Unidos. Aquel país fue fundado sobre el sagrado derecho a la libertad religiosa, así que atreverse a decir que las creencias y los dogmas religiosos deben de ser modificados, significa decir que Estados Unidos debe tener una refundación como nación y que la única religión válida será –¡ja!– el laicismo.
La ingeniería social y cultural de la ONU no sólo es para Estados Unidos. Estamos –Dios nos agarre confesados– frente a un proyecto totalitario de alcance mundial. ¿Y los mexicanos, nos treparemos en el mismo carro?
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