viernes, 15 de mayo de 2015

A la muerte de Carlos Márquez, sacerdote



Dejad que el grano se muera
y venga el tiempo oportuno: 
dará cien granos por uno 
la espiga de primavera.

Pasadas las siete de la tarde del lunes 11 de mayo un seminarista me llamó con voz entrecortada. Alguien le había dicho que el padre Carlos Márquez había muerto y buscaba noticias. Yo no sabía nada. Llamé al rector del Seminario y tampoco estaba enterado. Al rato me confirmó la noticia: el padre Carlos había muerto de un infarto fulminante. Estaba atendiendo a un joven cuando, de pronto, se sintió mal y de desvaneció. Nunca más despertó. ¡Cuántos proyectos sesgados de repente! La parroquia, los proyectos juveniles, la vicaría de pastoral… todo pierde relevancia cuando Dios nos cita en su presencia.

La muerte del padre Carlos a todos nos tomó por sorpresa. Esa noche muchos no pudimos dormir bien. Más de uno recordamos el salmo que habla de la precariedad de la vida: Los días del hombre son como la hierba: él florece como las flores del campo; las roza el viento, y ya no existen más, ni el sitio donde estaban las verá otra vez. Antes de que nos roce el viento –pensé– hemos de morir en gracia. Ante lo sorpresivo de la muerte del padre Carlos redescubro, una vez más, que no hay algo más grande en esta vida que conservar la santa amistad con Jesucristo, permanecer en su amor, como el siervo prudente que espera la llegada de su amo.

Recuerdo aquella experiencia dramática que tuvo el padre Carlos con un sacerdote del Paraguay, amigo y compañero suyo, cuando estudiaban en el Colegio Pío Latinoamericano de Roma. Por el año 98 habían terminado el curso escolar y se fueron a festejar al Mediterráneo. Estando en el agua, a su amigo le vino un desvanecimiento por un problema cardíaco. El padre Carlos trató de asirlo para llevarlo a la playa pero el amigo terminó ahogándose entre el oleaje y murió en sus brazos. Esto causó gran conmoción al corazón del padre Carlos. Hoy nosotros nos sentimos así, conmocionados, por la partida repentina, casi violenta, del amigo sacerdote.

Cuando el padre Felipe Juárez y yo llegamos de Roma para integrarnos al presbiterio, encontramos a nuestro amigo y compañero de estudios, el padre José Luis Domínguez, bastante enfermo de cáncer en su cabeza. En aquel tiempo el padre Carlos Márquez era el coordinador de la Casa San Pedro de Jesús Maldonado donde él asumió la responsabilidad de cuidar al padre José Luis. Fuimos testigos de su fraternidad sacerdotal en el cuidado solícito y delicado al hermano sacerdote enfermo. Carlos fue, para José Luis, lazarillo y cireneo, buen samaritano que alojó y acompañó al padre José Luis hasta la muerte.

Me gustaba confesar mis pecados al padre Carlos. Tenía un juicio muy acertado y el don de consejo. De mis confesiones con él siempre salí revitalizado porque amaba con pasión el sacerdocio. El padre procuraba siempre haceme redescubrir el regalo invaluable de ser sacerdote de Jesucristo y me animaba, no obstante mis fragilidades, a seguir adelante. Recuerdo sus palabras en una ocasión: “Si Dios me pidiera que le devolviera todo lo que Él me ha dado, lo único que le pediría que no me quitara sería el don del sacerdocio”.

Luz, alegría y servicio. Con esos tres términos describió don José Guadalupe, nuestro obispo, al padre Carlos en la misa inicial de sus funerales, el martes. En el desgaste de una vida de servicio para dar vida a sus hermanos, resplandece la luz y la alegría. Así fue el ministerio del padre Carlos Márquez.

Sacerdote influyente en las decisiones de gobierno eclesiástico, el padre Carlos fue llamado a la presencia de Dios y así el Señor puso fin a su misión terrena. El vacío dejado por su muerte sorpresiva nos ha dolido a todos, pero hay que entender que es la poda que Dios hace a nuestra Iglesia para que el árbol dé más frutos. Nuestra querida diócesis pasa hoy por un momento coyuntural; por las decisiones que se tendrán que tomar se necesita una asistencia especial del Espíritu Santo. Recordemos que la Iglesia es de Jesucristo quien, para guiarnos, nos prometió su Espíritu. Colaboremos con el Espíritu de Dios y estemos muy cerca de nuestro obispo José Guadalupe.

A Dios demos gracias por toda la riqueza humana y espiritual que dejó el padre Carlos entre nosotros, y que la paz de Jesús reine en nuestros corazones.

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