Hace muchos años me permitieron entrar al quirófano del Hospital General a presenciar un parto. El bebé se había encajado en la parte inferior del vientre de la mujer, las contracciones y cólicos se habían intensificado, se dilató el cuello del útero, se rompió el tapón cervical, fluyó la sangre y se reventó la fuente. Hubo dolores, jadeos y gritos. Al final la madre sudorosa y con inmensa alegría abrazaba a su bebé. ¿Y mis ojos? Esos los tenía bien abiertos, del tamaño de un plato, llenos de asombro frente al milagro de la vida.
Hace dos mil años los ángeles tenían sus ojos –valga la metáfora– del tamaño de un plato. Presenciaban el parto más dramático en la historia de la humanidad. No en una habitación de una casa sino en el monte Calvario. Una mujer vestida de sol, con la luna bajo sus pies y doce estrellas en la cabeza, estaba dando a luz entre gritos de dolor. Años antes le habían dicho que sería un parto muy difícil y que una espada atravesaría su alma en el momento del alumbramiento.
Era la segunda vez que la mujer paría. La primera vez fue un parto sin dolor, entre lágrimas de alegría. Ocurrió en Belén de Judá donde tuvo al niño, lo envolvió en pañales y lo colocó en un pesebre. Treinta y tres años después, los clavos, las espinas y las heridas de latigazos y golpes habían desgarrado la carne de Jesús. Los suplicios martirizaban el cuerpo de la Víctima y el alma de la Madre. En esta ocasión ella daba a luz a los miembros del cuerpo de su Hijo. Entre la sangre de Jesús y las lágrimas de la nueva Eva todos éramos paridos como hijos del Dios Altísimo. Por eso los ángeles alrededor del Gólgota se quedaron sin aliento.
Siempre me enternece observar a los niños que son llevados a la escuela por sus madres. Los conducen de la mano hasta la puerta del colegio y los despiden con un beso. Terminado el día escolar van por ellos y los llevan a casa para darles de comer y estar con ellos durante la tarde. Los niños sienten una gran seguridad cuando sus madres los tratan con cariño. No pueden tratar de otra manera a quienes son el fruto de sus vísceras. El amor de madre los acompañará toda su vida.
Jesús también tuvo esa experiencia. Desde el pesebre de Belén hasta la cruz, el Señor bebió de ese amor materno. María fue, para él, un inestimable apoyo que el Padre celestial le había preparado para acompañarlo en su vida. Ninguna madre amó a su hijo como la Virgen de Nazaret amó a Jesús. Y Jesús, desde la Cruz, quiso que la Madre que el Padre le preparó, fuera también la Madre de los discípulos. Quiso el Señor que atravesáramos el mar turbulento de la vida con María a nuestro lado para llegar al puerto final.
Las noticias hablan hoy de que más de 50 mil menores indocumentados han sido detenidos en Estados Unidos y están a punto de ser deportados. Son niños que cruzaron Centroamérica y México a pie, en tren, en autobús, sorteando toda clase de peligros. ¡Cuántas noches habrán pasado llenos de miedo, añorando estar en los brazos de su madre! Todos somos esos niños que, en el mar turbulento de la historia, en medio de innumerables peligros e insidias, necesitamos el regazo de María.
Un hermano de comunidad cristiana no católica me decía que amar y reverenciar a la Virgen es una blasfemia. “¿Cómo es eso –le contesté– si la Biblia dice “Tengan los mismos sentimientos que Cristo” (Flp 2,5). Y si Jesucristo en la tierra amaba a su Padre celestial y le obedecía, y amaba a su madre de la tierra y la obedecía, ¿cómo no haremos lo mismo nosotros cuando desde la cruz nos entregó a María como Madre?” Si la Madre fue la gran fuerza humana que sostenía al Hijo para cumplir su misión, entonces cada cristiano debe tener hacia María los mismos sentimientos que Cristo Jesús. El camino más seguro para entrar en la profundidad del misterio de Dios es tener para Jesús los mismos sentimientos de María, y tener para María los mismos sentimientos de Jesús.
Una Iglesia sin María sería como una casa sin madre. Lo mismo sería la Casa del Padre celestial; sin una madre parecería un apartamento de solteros, demasiado masculino –dirá Scott Hahn– donde faltaría la presencia de la madre. De hecho, sin la asistencia materna de la Sierva del Señor, la Iglesia dejaría de ser la morada de Jesús. En cambio, cuando la Iglesia es mariana, se vuelve fecunda porque su vientre es la fuente permanente de la cual fluye el agua del Espíritu. Es María quien hace que la Iglesia sea nuestra madre.
Hace dos mil años los ángeles tenían sus ojos –valga la metáfora– del tamaño de un plato. Presenciaban el parto más dramático en la historia de la humanidad. No en una habitación de una casa sino en el monte Calvario. Una mujer vestida de sol, con la luna bajo sus pies y doce estrellas en la cabeza, estaba dando a luz entre gritos de dolor. Años antes le habían dicho que sería un parto muy difícil y que una espada atravesaría su alma en el momento del alumbramiento.
Era la segunda vez que la mujer paría. La primera vez fue un parto sin dolor, entre lágrimas de alegría. Ocurrió en Belén de Judá donde tuvo al niño, lo envolvió en pañales y lo colocó en un pesebre. Treinta y tres años después, los clavos, las espinas y las heridas de latigazos y golpes habían desgarrado la carne de Jesús. Los suplicios martirizaban el cuerpo de la Víctima y el alma de la Madre. En esta ocasión ella daba a luz a los miembros del cuerpo de su Hijo. Entre la sangre de Jesús y las lágrimas de la nueva Eva todos éramos paridos como hijos del Dios Altísimo. Por eso los ángeles alrededor del Gólgota se quedaron sin aliento.
Siempre me enternece observar a los niños que son llevados a la escuela por sus madres. Los conducen de la mano hasta la puerta del colegio y los despiden con un beso. Terminado el día escolar van por ellos y los llevan a casa para darles de comer y estar con ellos durante la tarde. Los niños sienten una gran seguridad cuando sus madres los tratan con cariño. No pueden tratar de otra manera a quienes son el fruto de sus vísceras. El amor de madre los acompañará toda su vida.
Jesús también tuvo esa experiencia. Desde el pesebre de Belén hasta la cruz, el Señor bebió de ese amor materno. María fue, para él, un inestimable apoyo que el Padre celestial le había preparado para acompañarlo en su vida. Ninguna madre amó a su hijo como la Virgen de Nazaret amó a Jesús. Y Jesús, desde la Cruz, quiso que la Madre que el Padre le preparó, fuera también la Madre de los discípulos. Quiso el Señor que atravesáramos el mar turbulento de la vida con María a nuestro lado para llegar al puerto final.
Las noticias hablan hoy de que más de 50 mil menores indocumentados han sido detenidos en Estados Unidos y están a punto de ser deportados. Son niños que cruzaron Centroamérica y México a pie, en tren, en autobús, sorteando toda clase de peligros. ¡Cuántas noches habrán pasado llenos de miedo, añorando estar en los brazos de su madre! Todos somos esos niños que, en el mar turbulento de la historia, en medio de innumerables peligros e insidias, necesitamos el regazo de María.
Un hermano de comunidad cristiana no católica me decía que amar y reverenciar a la Virgen es una blasfemia. “¿Cómo es eso –le contesté– si la Biblia dice “Tengan los mismos sentimientos que Cristo” (Flp 2,5). Y si Jesucristo en la tierra amaba a su Padre celestial y le obedecía, y amaba a su madre de la tierra y la obedecía, ¿cómo no haremos lo mismo nosotros cuando desde la cruz nos entregó a María como Madre?” Si la Madre fue la gran fuerza humana que sostenía al Hijo para cumplir su misión, entonces cada cristiano debe tener hacia María los mismos sentimientos que Cristo Jesús. El camino más seguro para entrar en la profundidad del misterio de Dios es tener para Jesús los mismos sentimientos de María, y tener para María los mismos sentimientos de Jesús.
Una Iglesia sin María sería como una casa sin madre. Lo mismo sería la Casa del Padre celestial; sin una madre parecería un apartamento de solteros, demasiado masculino –dirá Scott Hahn– donde faltaría la presencia de la madre. De hecho, sin la asistencia materna de la Sierva del Señor, la Iglesia dejaría de ser la morada de Jesús. En cambio, cuando la Iglesia es mariana, se vuelve fecunda porque su vientre es la fuente permanente de la cual fluye el agua del Espíritu. Es María quien hace que la Iglesia sea nuestra madre.
Este articulo nos da respuestas concretas para decir a los hermanos separados cuando ponen en duda el valor de María en la Iglesia. Y excelente la parte donde nos explica que debemos hacer lo que Jesús hizo con su madre, ósea, amarla y quererla. Saludos.
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