Me gustan los monasterios. Visité algunas abadías cuando era seminarista. Es un mundo fascinante, lleno de misticismo y honda espiritualidad. El último que visité fue uno benedictino llamado 'Christ in the desert', en las montañas del norte de Nuevo México. 20 o 30 hombres de diversas razas, en la plenitud de sus vidas, hacen el juramento de vivir en esos lugares apartados de la civilización, siguiendo un régimen de oración, reflexión, silencio, trabajo y descanso. Obedecen a un abad que hace las veces de Cristo. Los monjes aman el trabajo porque lo consideran una forma de adoración y oración. Fueron los monjes fundados por san Benito quienes cosecharon grano para fabricar el pan y la cerveza, y uvas para el vino. Llevaron sus conocimientos a lugares remotos y copiaron manuscritos. Sus monasterios se convirtieron en una red de puntos de importancia económica. Llegaban a una tierra, veían qué cosas buenas tenía, intentaban conservarla y ponerla en armonía con la fe, y le daban a la gente lo que habían heredado de las civilizaciones romana y cristiana. Los monasterios son fuente de equilibrio y de armonía, lugares para sentir muy cercana la presencia de Dios, que no está en el terremoto ni en el huracán de las ciudades, sino en la suave brisa del silencio, la oración callada, el trabajo y la liturgia de las abadías.
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