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Adoremos al Señor en su muerte, terrible y preciosa


¿Te has preguntado de dónde viene el agua bendita que encuentras en las iglesias, el agua milagrosa de Lourdes o el agua que se utiliza durante los exorcismos para atormentar a los demonios? He leído una meditación del padre Raniero Cantalamessa que me ha servido para comprender mejor la Pasión de Cristo.

Cantalamessa nos invita a contemplar la muerte de Jesucristo a la luz de la profecía de Ezequiel. El profeta describe un templo reconstruido del que manaba agua hacia oriente. Al principio fue un arroyo, pero después creció hasta convertirse en un gran río que a su paso todo lo sanaba, incluso las aguas pútridas del mar. (Ez 47, 1ss).

La profecía de Ezequiel se cumplió en la muerte de Cristo. Uno de los soldados traspasó el costado del Redentor, y al punto salió sangre y agua. (Jn 19,34). Antes, Jesús había hablado del templo de su cuerpo. "Destruyan este templo y en tres días lo levantaré" (Jn 2, 19-21). El cuerpo de Cristo en la cruz es el nuevo templo, centro del nuevo culto, lugar de la presencia de Dios entre los hombres.

Del costado de este nuevo templo brotó el agua que, aunque inició como un pequeño arroyo, se convirtió en un inmenso caudal que, después de veintiún siglos de historia, no ha terminado. En esas aguas hemos sido bautizados y nuestras vidas han quedado saneadas de la ciénaga del pecado.

Pienso no sólo en mi bautismo sino en mi conversión posterior, en mi alejamiento de los vicios, en mi vocación sacerdotal y en cómo el Señor se ha servido de este pobre sacerdote como instrumento de su gracia para sanar a otras almas.

El agua que vio Ezequiel y el agua que manó del costado traspasado del Salvador es, en realidad, el Espíritu Santo que se ha derramado para vivificarlo todo. San Juan enseña que existen tres testigos: el Espíritu, la sangre y el agua. Agua y sangre son realidades visibles, concretamente son los sacramentos De la Iglesia. El Espíritu, en cambio, es la realidad invisible que se oculta detrás de ellos y que actúa en ellos.

Tengo muchos amigos cuyas vidas, marcadas por la lejanía de Dios, se convirtieron en una catástrofe. Sin embargo recibieron el Espíritu y sucedió lo que ocurrió al principio de la creación, cuando el Espíritu aleteaba sobre las aguas del caos (Gen 1,2) y emergió un mundo ordenado, un cosmos en armonía. Así también esas vidas que parecían perdidas, gracias al Espíritu que actúa en los sacramentos, conocieron la belleza y la armonía de la vida.

La redención que Jesús nos trajo con su muerte no fue únicamente el perdón de los pecados. Dice san Juan que cuando el Señor expiró, entregó el Espíritu. Nos entregó la vida nueva. Este es el origen de lo que después ocurriría en Pentecostés. La gran efusión del Espíritu Santo sobre la Iglesia 50 días después de la Pascua tuvo su origen en la cruz, cuando Jesús dio su último suspiro.

Ese Espíritu estaba encerrado en la humanidad de Jesús, pero durante la Pasión de Cristo ocurrió lo que hizo la mujer que derramó un perfume muy costoso para ungir los pies del Señor (Jn 12, 3): el vaso de la humanidad de Cristo se rompió y el perfume del Espíritu llenó toda la casa de la Iglesia.

Los cristianos vivimos del último suspiro de Jesús en la cruz. Es el regalo del Espíritu Santo a la Iglesia. Así que hoy acerquémonos a la Cruz para besarla porque en ella encontramos la vida.

Comentarios

  1. Me llenan sus palabras para continuar luchando por mi salvación y servir a mi prójimo

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