Se dice que la violencia contra la mujer es algo natural, un asunto de testosterona, la hormona varonil que provoca agresividad en el macho hacia quienes tienen menos fuerza física. “A la mujer y a la burra, ¡zurra!”, dirían los golpeadores de mujeres. El hecho de que los varones tiendan más a las peleas físicas puede ser cuestión de instintos. Pero es, sobre todo, un problema de conciencia. La espiritualidad cristiana enseña al hombre a dominar sus pasiones, a hacer el bien y evitar el mal. La solución más profunda, radical y duradera para el problema de violencia contra la mujer no es el discurso de los derechos humanos, ni el endurecimiento de las penas contra los agresores o la cultura de la denuncia; todo ello evidentemente ayuda, pero no es la salida. La solución es una formación espiritual desde la niñez y que dure toda la vida.
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