Al llegar a casa después de una tarde de trabajo en la parroquia, ansioso me está esperando. Apenas escucha el ruido del coche, se levanta disparado como una bala y empieza a saltar emocionado moviendo la cola. Al hacerle caricias, el perro se enrosca junto a mis piernas y lanza ladridos de enorme entusiasmo. Ya más tranquilo, el animal se echa junto a mí y, entre sus manos, coloca su hocico pegado al suelo. Me mira atento y, al menor gesto de mi cariño, bate la cola en señal de alegría.
En la casa parroquial vivimos tres sacerdotes de Catedral, además del padre Vega –venerable padre anciano a quien cuidamos–, y con nosotros comparte la mesa diariamente el padre Montoya. Está también Blanca, la señora que nos asiste y algunas enfermeras que se turnan para cuidar al padre mayor. Hay un buen ambiente en casa, aunque no faltan pequeñas tensiones que son las propias de toda familia. En ese espacio que compartimos, el que mejor se lleva con todos es el perro. Nos ha ganado a todos.
Al observar a la mascota me doy cuenta de que, imitando su actitud, podemos vivir mucho mejor el Evangelio. ¿Qué hizo el perro que conquistó el corazón de todos en casa? Eso justamente: demostrarnos su cariño. No lo queremos ni por la carne, huevos, leche o queso que nos pueda proporcionar como lo hacen otros animales. Lo queremos sólo porque él se interesa por nosotros. El perro no estudió ningún curso de psicología ni de relaciones humanas, pero sabe, por instinto, que el interés por las personas y el trato amable a los demás son más efectivos para ganarse a la gente que los encuentros matrimoniales o las dinámicas de integración de nuestros grupos juveniles.
A veces se acercan personas al sacerdote que se lamentan por falta de amigos. “Nadie me habla por teléfono”; “ninguno me hace caso”; “nadie me busca”, dicen. Yo les contesto que así es la vida y que no debemos esperar que nos llamen, ni nos hagan caso ni que nos busquen. Los seres humanos nacimos así, un poco egoístas. ¿Qué le vamos a hacer? Cada uno vive interesado sólo en sus propios asuntos y eso no debe dolernos. Aceptemos con paz esa ley de la vida. Lo que nosotros sí debemos hacer es tomar el teléfono y hablar a los demás, interesarnos por ellos y buscarlos. Entonces nos ganaremos el aprecio y el cariño de la gente. Como lo hizo mi perro con nosotros en casa.
Hoy la Palabra de Dios habla de interés por el hermano, de corrección fraterna y de amor a los demás. “Si tu hermano comete un pecado –dice Jesús–, ve y amonéstalo a solas”. Y san Pablo aconseja: “No tengan con nadie otra deuda que la del amor mutuo, porque el que ama al prójimo, ha cumplido ya toda la ley”. Interesarse por los demás, corregir a los demás por amor, tratar bien al otro. Son enseñanzas de Jesús para superar nuestras soledades y vivir felices. Con razón el psicólogo austríaco Alfred Adler (+1937) afirmó que “el individuo que no se interesa por los demás es quien tiene las mayores dificultades en la vida, y causa las mayores heridas a los demás. De estos individuos surgen todos los fracasos humanos”.
Había un sacerdote muy popular que antes de celebrar la misa en su parroquia, además de hacer sus oraciones preparatorias frente al Crucifijo, se decía: “Estoy agradecido con todas estas personas que hoy han venido a celebrar la Eucaristía conmigo. Por ellos celebraré la misa con amor. Amo a mi feligresía, quiero de verdad a todos estos hijos que Dios me dio; a ellos me debo y a ellos me entrego”. Tenía enorme popularidad entre la gente. No esperaba a que alguien lo invitara a comer a su casa sino que él mismo llegaba a las casas para convivir con las familias. La gente lo amaba porque su secreto era interesarse por ellos y ayudarles a ser más felices en sus vidas. Y cuando los corregía, buscaba hacerlo con amabilidad y lejos de todo influjo de la cólera.
Ningún otro papa había conquistado el corazón de los mexicanos como Juan Pablo II. ¿Y qué hizo el papa para ganarnos a todos? Se interesó por nosotros y vino cinco veces a visitarnos. Nos habló en nuestro idioma, besó la imagen de la Virgen de Guadalupe, aprendió frases en español y recorrió nuestras calles. Y cuando ya era anciano y estaba muy enfermo, y parecía una locura hacer un viaje transatlántico, hizo su quinta peregrinación a nuestro país para canonizar a Juan Diego.
Saludar con entusiasmo, felicitar más que criticar, corregir con suavidad, recordar los cumpleaños, averiguar los gustos de los demás, llamar por teléfono, una visita con un regalo sorpresa, decir siempre ‘gracias’… son pequeños gestos derriban muros y abren corazones. Me lo ha confirmado mi perro.
En la casa parroquial vivimos tres sacerdotes de Catedral, además del padre Vega –venerable padre anciano a quien cuidamos–, y con nosotros comparte la mesa diariamente el padre Montoya. Está también Blanca, la señora que nos asiste y algunas enfermeras que se turnan para cuidar al padre mayor. Hay un buen ambiente en casa, aunque no faltan pequeñas tensiones que son las propias de toda familia. En ese espacio que compartimos, el que mejor se lleva con todos es el perro. Nos ha ganado a todos.
Al observar a la mascota me doy cuenta de que, imitando su actitud, podemos vivir mucho mejor el Evangelio. ¿Qué hizo el perro que conquistó el corazón de todos en casa? Eso justamente: demostrarnos su cariño. No lo queremos ni por la carne, huevos, leche o queso que nos pueda proporcionar como lo hacen otros animales. Lo queremos sólo porque él se interesa por nosotros. El perro no estudió ningún curso de psicología ni de relaciones humanas, pero sabe, por instinto, que el interés por las personas y el trato amable a los demás son más efectivos para ganarse a la gente que los encuentros matrimoniales o las dinámicas de integración de nuestros grupos juveniles.
A veces se acercan personas al sacerdote que se lamentan por falta de amigos. “Nadie me habla por teléfono”; “ninguno me hace caso”; “nadie me busca”, dicen. Yo les contesto que así es la vida y que no debemos esperar que nos llamen, ni nos hagan caso ni que nos busquen. Los seres humanos nacimos así, un poco egoístas. ¿Qué le vamos a hacer? Cada uno vive interesado sólo en sus propios asuntos y eso no debe dolernos. Aceptemos con paz esa ley de la vida. Lo que nosotros sí debemos hacer es tomar el teléfono y hablar a los demás, interesarnos por ellos y buscarlos. Entonces nos ganaremos el aprecio y el cariño de la gente. Como lo hizo mi perro con nosotros en casa.
Hoy la Palabra de Dios habla de interés por el hermano, de corrección fraterna y de amor a los demás. “Si tu hermano comete un pecado –dice Jesús–, ve y amonéstalo a solas”. Y san Pablo aconseja: “No tengan con nadie otra deuda que la del amor mutuo, porque el que ama al prójimo, ha cumplido ya toda la ley”. Interesarse por los demás, corregir a los demás por amor, tratar bien al otro. Son enseñanzas de Jesús para superar nuestras soledades y vivir felices. Con razón el psicólogo austríaco Alfred Adler (+1937) afirmó que “el individuo que no se interesa por los demás es quien tiene las mayores dificultades en la vida, y causa las mayores heridas a los demás. De estos individuos surgen todos los fracasos humanos”.
Había un sacerdote muy popular que antes de celebrar la misa en su parroquia, además de hacer sus oraciones preparatorias frente al Crucifijo, se decía: “Estoy agradecido con todas estas personas que hoy han venido a celebrar la Eucaristía conmigo. Por ellos celebraré la misa con amor. Amo a mi feligresía, quiero de verdad a todos estos hijos que Dios me dio; a ellos me debo y a ellos me entrego”. Tenía enorme popularidad entre la gente. No esperaba a que alguien lo invitara a comer a su casa sino que él mismo llegaba a las casas para convivir con las familias. La gente lo amaba porque su secreto era interesarse por ellos y ayudarles a ser más felices en sus vidas. Y cuando los corregía, buscaba hacerlo con amabilidad y lejos de todo influjo de la cólera.
Ningún otro papa había conquistado el corazón de los mexicanos como Juan Pablo II. ¿Y qué hizo el papa para ganarnos a todos? Se interesó por nosotros y vino cinco veces a visitarnos. Nos habló en nuestro idioma, besó la imagen de la Virgen de Guadalupe, aprendió frases en español y recorrió nuestras calles. Y cuando ya era anciano y estaba muy enfermo, y parecía una locura hacer un viaje transatlántico, hizo su quinta peregrinación a nuestro país para canonizar a Juan Diego.
Saludar con entusiasmo, felicitar más que criticar, corregir con suavidad, recordar los cumpleaños, averiguar los gustos de los demás, llamar por teléfono, una visita con un regalo sorpresa, decir siempre ‘gracias’… son pequeños gestos derriban muros y abren corazones. Me lo ha confirmado mi perro.
Muy bueno e interesante, Párroco, gracias, lo quiero mucho.
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