sábado, 8 de noviembre de 2014

La muerte de la señora Maynard

Anunció su suicidio con meses de anticipación y cumplió su palabra. Brittany Maynard, una señora de 29 años de Estados Unidos con cáncer cerebral, ingirió el sábado pasado los fármacos letales que le recetó su médico. Planeó su muerte y, para quedar amparada por la ley, se había mudado de California a Oregon, uno de los pocos estados que permite a las personas elegir su manera de morir.

Los promotores de la cultura de la muerte han tomado el caso para convertir a Brittany Maynard en una heroína de la mal llamada ‘muerte digna’. Mire usted lo que dijo Sean Crowley, portavoz de Compassion & Choices, organización que lucha para que se aprueben leyes a favor de la eutanasia: “Ella murió como quería, en paz, en su habitación, en los brazos de sus seres queridos”. Nos preguntamos, ¿de verdad será tan dulce esta clase de muerte cuando el moribundo sabe que será devorado por la nada en la que creía?

Tendría que ser uno muy ingenuo para creer que alguien ama de verdad a su cónyuge, a su padre o a su madre cuando aprueba su ejecución. Me cuesta imaginar a la señora Maynard despidiéndose dulce y tiernamente de los suyos después de haberse tomado las pastillas. Provocarse la muerte es la máxima falta de respeto a los seres queridos y a uno mismo. Y darle al suicida el veneno es como decirle que su vida no tiene sentido. Aprobar la ejecución de una esposa, más que cercanía y apoyo es una expresión de falta de relaciones de auténtica confianza y solidaridad con ella.

Darnos vida y muerte no nos pertenece. La señora Maynard, hace 29 años, no pidió nacer. De repente abrió los ojos y fue descubriendo que la vida era un regalo. Cuando gozaba de plena salud lo más seguro es que no pensara en el suicidio. Los seres humanos tenemos un instinto de conservación natural de la propia vida y sabemos que nuestra muerte no depende de nosotros, sino del poder de Dios que la dona y la quita. Nacer y morir escapan naturalmente de nuestro control. Es cierto que el morir puede provocarse, pero es algo antinatural y repulsivo para una persona de sano juicio.

Supongamos que la señora Maynard haya sido atea. Como buena no creyente, tuvo que apostar por la inexistencia de Dios. ‘Apostar’ porque ella jamás pudo comprobar con evidencia que Dios no existe. ¡Qué riesgo tan grande tuvo que haber tomado para negar al Creador! Porque en caso de que, efectivamente, Dios no exista, la señora Maynard, al quitarse la vida, nunca lo habrá sabido. Pero si Dios existe, qué peligroso es negar su existencia y suicidarse para ser recibida por Aquel a quien ella dio la espalda con su vida y al momento de su muerte. Por cálculo de probabilidades y riesgos, es más inteligente, definitivamente, creer en Dios que negar su existencia.

La eutanasia de la señora Maynard es reflejo de una mentalidad tremendamente individualista. Como la mujer que va a la abortería con la excusa de que “yo tengo derecho de hacer con mi cuerpo lo que quiero”, y no piensa en ser solidaria con la vida que gesta en su vientre, así el suicida sólo piensa en sí mismo; quiere hacer con su cuerpo lo que le place, y se olvida de que es un ser en relación con los demás. Su decisión de morir afectará profundamente a sus familiares y amigos. Y los demás, al darle apoyo, se olvidan de que toda vida en este mundo –la sana o la enferma– es un don para la humanidad, don que ha sido puesto bajo nuestro cuidado.

Para quien sólo interpreta la vida en clave materialista, la salud ocupará el grado más alto en la jerarquía de valores. Así la existencia se llenará de amores engañosos y dañinos. Y al aparecer una enfermedad degenerativa hará que la vida se vuelva insoportable y pierda su sentido. En cambio, una persona que durante su vida se dedicó a cultivar el amor a Dios, será inmensamente feliz y hallará sentido en todo, aún en el sufrimiento y la enfermedad. La eutanasia es síntoma de un profundo malestar con la vida y de un ínfimo grado de amor a Dios.

Jesús decía: “Si alguno me ama, vendremos a él, y haremos en él nuestra morada”. Muchos mueren con esta misteriosa presencia de la Trinidad dentro de su pecho. Es la gracia más grande, porque morir así es morir con el cielo por dentro y estar preparado para habitar eternamente en el divino océano del amor infinito. Pero provocarse la muerte con la eutanasia es despachar del alma al buen Dios que habría venido gustosamente a habitar en ella y abrir la ventana al espíritu del mal. Quizá el último segundo cambió el destino final de missis Maynard. Quizá. Oremos por ella.

2 comentarios:

  1. gracias padre, por seguir educándonos, me vino a la mente un comentario del padre José Luis Martin Descalzo, decía "comprendo a los no creyentes que no quieren creer en la resurrección, como van a querer si ya su vida es lastimosa y aburrida, seria como creer en que después de morir vendría la prolongación de su aburrimiento"
    CON LO HERMOSO QUE ES VIVIR PARA EL CREYENTE

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  2. ¿Cuando una opinión del Padre Solalinde, Padre Hayen?

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