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En el tren de la vida

Hay una parábola que compara la vida con un tren cargado de viajeros y que corre vertiginosamente hacia su destino. El tren atraviesa valles, cruza ríos, penetra en túneles por las montañas y pasa por las ciudades. Dentro del tren se desarrolla el drama de la humanidad. Viajan en él ricos y pobres, blancos, negros y amarillos, ancianos y niños, hombres y mujeres de toda condición. En su convivencia reina la agitación, el ruido, el movimiento.

Muchos luchan por viajar en los mejores asientos y con frecuencia hay riñas por tener los buenos puestos. No todos logran contemplar y disfrutar el paisaje porque el tren corre demasiado rápido. Hay quienes viajan con lecturas, otros juegan cartas, otros más están distraídos en las pantallas y en sus teléfonos celulares. Los más pudientes prefieren el comedor donde hay platillos refinados o el vagón del bar. Unos ríen a carcajadas y parece que disfrutan el viaje, otros son más taciturnos y gustan pasar el tiempo durmiendo. Los cultos van a la biblioteca y hay salas de cine –muy solicitadas– donde se proyectan toda clase de filmes.

El tren no se detiene. Corre a ritmo vertiginoso y los viajeros no se cuestionan el final de su destino. Pocos son los que están interesados por desentrañar el funcionamiento de aquella maquinaria y por saber quién la puso en marcha. Pero, en general, la gente pasa los días distraídamente. Nadie habla de la estación final porque está prohibido hablar de eso. No sea que unos cuantos pongan a pensar a los demás cosas que nunca piensan. Por eso el tema de la última estación se ha convertido en un tabú.

En el tren hay pasajeros que son discípulos de Jesús de Nazaret, el fascinante y misterioso viajero que hace dos mil años abordó el tren de la humanidad. Él les ha revelado el propósito del viaje, los acompaña veladamente y por eso viven con la esperanza de que, en la última estación, se encontrarán plenamente con él. Mientras ocurre ese momento, los discípulos del nazareno viajan alegres, con la mirada llena de gozo; disfrutan el paisaje y de todo lo bueno que hay en el tren, y se esfuerzan por hacer todo el bien posible a los otros pasajeros. Se reúnen en los vagones para compartir juntos la mesa en la que su Maestro les habla y los alimenta con su Cuerpo. No se aferran ni al ferrocarril ni al paisaje porque saben que todo ello es una vaga sombra de la vida maravillosa que les aguarda cuando el tren se detenga y lo vean a él en la estación final.

Mientras nos queda el buen olor que dejan los que ya se fueron, recordamos aquellas coplas de Jorge Manrique:

Nuestras vidas son los ríos
que van a dar en la mar,
que es el morir;
allí van los señoríos
derechos a se acabar
y consumir;

allí los ríos caudales,
allí los otros medianos
y más chicos,
y llegados, son iguales
los que viven por sus manos
y los ricos.

Este mundo bueno fue
si bien usáramos de él
como debemos,
porque, según nuestra fe,
es para ganar aquél
que atendemos.

Aun aquel hijo de Dios,
para subirnos al cielo
descendió
a nacer acá entre nos,
y a vivir en este suelo
do murió.

Comentarios

  1. Hermosísimo poema "Coplas por la muerte de su padre" de Jorge Manrique.

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  2. La primera estrofa es mi favorita:
    Recuerde el alma dormida,
    avive el seso e despierte
    contemplando
    cómo se passa la vida,
    cómo se viene la muerte
    tan callando;
    cuán presto se va el plazer,
    cómo, después de acordado,
    da dolor;
    cómo, a nuestro parescer,
    cualquiere tiempo passado
    fue mejor.

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