Al contemplar el panorama del mundo actual es difícil negar que los hombres han dejado de beber en la fuente de la Sabiduría. Un desprecio profundo a la vida se advierte, no sólo en México con la violencia de crueldad inaudita que cunde por nuestro territorio, sino por todo el Occidente. Nunca como hoy las parejas renunciaron al matrimonio y la familia, nunca como hoy se había debatido la legalización de las drogas, el aborto y la eutanasia. Tampoco nunca la libertad religiosa se vio tan amenazada. El mundo vive en el crepúsculo que anuncia la noche.
Hace unos días hizo revuelo la noticia de una mujer norteamericana que planeó su suicidio con la aprobación de las leyes de la eutanasia en Oregon. Ignoro la historia de esa mujer, pero me queda claro que las iniciativas de ley para legalizar la mal llamada ‘muerte digna’ y ‘el derecho a decidir’ sobre la vida no nacida, obedecen a una visión pesimista y deprimente del mundo y de la vida. Una vez que se niega la dependencia de Dios Creador y la existencia del alma espiritual e inmortal, ¿a qué se reduce el hombre?
Los sucesos dramáticos de Ayotzinapa, donde se mezclan malévolamente el dinero y el poder, la anarquía, el narcotráfico, la corrupción y la muerte, son un retrato de la perversión en la que el hombre se precipita cuando se cree dueño del universo. Al final el hombre termina odiándose y despreciando a los demás y a la vida, creyendo que ésta no es otra cosa sino –como decía Sartre– una ‘pasión inútil’.
Hemos visto que en México los jóvenes son las primeras víctimas del narcotráfico. Muchachos de familia disfuncional, criados en las calles, en un ambiente de pobreza, sin educación ni oportunidades, fácilmente son presa de las mafias. Tienen en su vida un lema: “Entre el honor y el dinero, lo segundo es lo primero”. Así, el arte de vivir la vida es para ellos el arte de jugar con la adrenalina y gozar de todo el placer posible. Y luego morir como esos mosquitos que Buda observaba, cuando eran atraídos irresistiblemente por la llama de las velas en las que morían quemados.
Fuera del ambiente del narcotráfico, innumerables vidas se dejan conducir por la misma filosofía del egoísmo más refinado. “Vengan, entonces, y disfrutemos de los bienes presentes, gocemos de las criaturas con el ardor de la juventud. ¡Embriaguémonos con vinos exquisitos y perfumes, que no se nos escape ninguna flor primaveral” (Sab 2,6). Es la filosofía que abunda hoy en el mundo, acompañada no por casualidad, de una sobreabundancia de angustia.
Se habla hoy de los derechos humanos por todas partes. Todos reclaman los suyos y van apareciendo nuevos derechos. Pero debemos hacernos la pregunta: ¿Se puede construir el mundo de los derechos humanos, de la justicia y del respeto, sin el reconocimiento de aquella ley divina que el Creador ha inscrito en el corazón de todo hombre? El discurso de los derechos humanos se vuelve absurdo cuando Dios no habita en los corazones, por la simple razón de que cuando se niega a Dios se termina por despreciar al hombre, como la historia lo ha demostrado ampliamente.
Mientras el crepúsculo cae en la sociedad actual, los hijos de Dios encienden sus lámparas. Ellos alumbran el camino. El testimonio de su fe es el acto de amor más grande que pueden hacer ante esta generación. Nada es más importante para la vida de la sociedad que los auténticos creyentes. Ellos, los discípulos humildes y files de Jesús, esparcidos por todo el mundo, impiden que la sociedad se precipite en la ausencia total de la verdad y el bien.
Cae la noche y los cristianos, encendidos en la caridad, llevan su luz ahí donde la Providencia de Dios los ha colocado. Nutren su lámpara con la oración, la alimentan con la Palabra de Dios, la protegen con las enseñanzas de la Iglesia. Aquellos que la incredulidad dejó ciegos, pronto buscarán la luz e irán detrás de los auténticos creyentes. Dios cuenta con sus hijos para llevar a otros hacia el camino de la salvación. Ellos son, con su fe, el anuncio de la llegada del día donde nunca se pondrá el sol.
Hace unos días hizo revuelo la noticia de una mujer norteamericana que planeó su suicidio con la aprobación de las leyes de la eutanasia en Oregon. Ignoro la historia de esa mujer, pero me queda claro que las iniciativas de ley para legalizar la mal llamada ‘muerte digna’ y ‘el derecho a decidir’ sobre la vida no nacida, obedecen a una visión pesimista y deprimente del mundo y de la vida. Una vez que se niega la dependencia de Dios Creador y la existencia del alma espiritual e inmortal, ¿a qué se reduce el hombre?
Los sucesos dramáticos de Ayotzinapa, donde se mezclan malévolamente el dinero y el poder, la anarquía, el narcotráfico, la corrupción y la muerte, son un retrato de la perversión en la que el hombre se precipita cuando se cree dueño del universo. Al final el hombre termina odiándose y despreciando a los demás y a la vida, creyendo que ésta no es otra cosa sino –como decía Sartre– una ‘pasión inútil’.
Hemos visto que en México los jóvenes son las primeras víctimas del narcotráfico. Muchachos de familia disfuncional, criados en las calles, en un ambiente de pobreza, sin educación ni oportunidades, fácilmente son presa de las mafias. Tienen en su vida un lema: “Entre el honor y el dinero, lo segundo es lo primero”. Así, el arte de vivir la vida es para ellos el arte de jugar con la adrenalina y gozar de todo el placer posible. Y luego morir como esos mosquitos que Buda observaba, cuando eran atraídos irresistiblemente por la llama de las velas en las que morían quemados.
Fuera del ambiente del narcotráfico, innumerables vidas se dejan conducir por la misma filosofía del egoísmo más refinado. “Vengan, entonces, y disfrutemos de los bienes presentes, gocemos de las criaturas con el ardor de la juventud. ¡Embriaguémonos con vinos exquisitos y perfumes, que no se nos escape ninguna flor primaveral” (Sab 2,6). Es la filosofía que abunda hoy en el mundo, acompañada no por casualidad, de una sobreabundancia de angustia.
Se habla hoy de los derechos humanos por todas partes. Todos reclaman los suyos y van apareciendo nuevos derechos. Pero debemos hacernos la pregunta: ¿Se puede construir el mundo de los derechos humanos, de la justicia y del respeto, sin el reconocimiento de aquella ley divina que el Creador ha inscrito en el corazón de todo hombre? El discurso de los derechos humanos se vuelve absurdo cuando Dios no habita en los corazones, por la simple razón de que cuando se niega a Dios se termina por despreciar al hombre, como la historia lo ha demostrado ampliamente.
Mientras el crepúsculo cae en la sociedad actual, los hijos de Dios encienden sus lámparas. Ellos alumbran el camino. El testimonio de su fe es el acto de amor más grande que pueden hacer ante esta generación. Nada es más importante para la vida de la sociedad que los auténticos creyentes. Ellos, los discípulos humildes y files de Jesús, esparcidos por todo el mundo, impiden que la sociedad se precipite en la ausencia total de la verdad y el bien.
Cae la noche y los cristianos, encendidos en la caridad, llevan su luz ahí donde la Providencia de Dios los ha colocado. Nutren su lámpara con la oración, la alimentan con la Palabra de Dios, la protegen con las enseñanzas de la Iglesia. Aquellos que la incredulidad dejó ciegos, pronto buscarán la luz e irán detrás de los auténticos creyentes. Dios cuenta con sus hijos para llevar a otros hacia el camino de la salvación. Ellos son, con su fe, el anuncio de la llegada del día donde nunca se pondrá el sol.
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