Recuerdo a Pablo VI como el papa de mi
infancia. Escuché la noticia de su muerte por voz del presentador de televisión
Raúl Velasco, aquel 6 de agosto de 1978,
un día después de que cumplí 15 años. Nunca imaginé que aquel sucesor de san
Pedro fuera el hombre que aferró el timón de la barca de la Iglesia con
absoluta firmeza y valentía, en medio de huracán categoría cinco.
Escuchaba en aquellos años hablar del
movimiento hippie donde la juventud se drogaba y proclamaba el amor libre.
También sabía de grandes revueltas estudiantiles en el mundo contra las
sociedades burguesas y oía de muertos en Tlatelolco. No imaginaba que estuviera
en marcha la revolución sexual, gracias a la creación de la píldora
anticonceptiva. Había euforia en millones de parejas que, usando la pastilla,
podían tener mayor libertad en su vida sexual.
En aquella década turbulenta el gobierno
de Estados Unidos, decidido a tomar el control demográfico del mundo, empezaba
a comercializar los anticonceptivos. Había un terror demográfico; los medios de
comunicación pregonaban, aquí y allá, que el nacimiento descontrolado de los
niños traería consecuencias más terribles que la bomba atómica. A las parejas
que tenían cuatro hijos ya se les empezaba a ver como contaminadoras de la
sociedad. “La familia pequeña vive mejor”, fue el eslogan en cada corte
comercial de televisión.
La mañana del 25 de julio de 1968 el papa
Pablo VI estampó su firma más difícil y controvertida, la que le traería los
mayores sufrimientos de su pontificado. Firmó la encíclica Humanae vitae, sobre la regulación de la natalidad. Con ese
documento la Iglesia afirmaba que el amor conyugal y la fecundidad están
estrechamente unidos. Rechazando la contracepción, el papa señalaba que todo
acto conyugal, para ser moralmente correcto, debe estar abierto a la
transmisión de la vida. El mundo se rasgó sus vestiduras.
Muchos laicos católicos sufrieron un
shock. Mientras que las comunidades protestantes ya aceptaban la contracepción,
el papa seguía manteniendo la doctrina tradicional de la Iglesia. Vino una
oposición violenta de grupos de teólogos, incluso algunas Conferencias
Episcopales europeas tuvieron posturas ambiguas. Horas después de publicada Humanae vitae, 87 teólogos
norteamericanos acusaban al papa de oponerse al Concilio Vaticano II en su
diálogo con el mundo, e invitaban a los católicos a ignorar la encíclica. Karl
Rahner, prestigiado teólogo progresista jesuita, señaló que la enseñanza del
papa era errónea y que debía ser reformada.
Jean Guitton, amigo y confidente del
Pablo VI, definió aquellos dramáticos hechos como ‘la gran prueba’ del
pontificado. Y confesó que el prestigio, la popularidad, el afecto y todos los
apoyos sensibles disminuyeron para el pontífice. Fue la gran cruz de la
incomprensión y del rechazo la que hizo al papa sufrir lo indecible. Confesores
de la fe son aquellos que, a riesgo de ser mártires, afirman la fe católica, y
ese fue Pablo VI.
Sin embargo para Pablo VI firmar Humanae vitae fue, además de un acto
valiente y glorioso, un signo profético. Advirtió que la anticoncepción traería
tres grandes males a la sociedad. Primero, el camino fácil y amplio para el
adulterio y la degradación de la moral. Luego, la pérdida del respeto a la
mujer, que pasaría a ser tratada como simple objeto de goce egoísta.
Finalmente, el poner un instrumento peligroso en manos de los gobiernos sin
tomar en cuenta las exigencias morales.
Todo lo que profetizó Pablo VI se cumplió
al pie de la letra. Hoy la infidelidad conyugal es más frecuente que nunca y ha
arrasado con millones de matrimonios. La anticoncepción ha desencadenado un
libertinaje sexual sin precedentes y gran parte del mundo se ha convertido en
un prostíbulo. El cuerpo de la mujer es visto y tratado como un contenedor
vacío al que se le da cualquier significado. Y los gobiernos imponen políticas
antinatalistas con campañas masivas de esterilización voluntaria o forzada.
Padre, gracias por la valentía en decir esto e iluminar el camino de la Fé y la razón.
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