“Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón estará inquieto hasta descansar en ti”, frase de san Agustín que nos recuerda que ni Facebook ni las redes sociales pueden apagar la nostalgia infinita del hombre por unirse al infinito de Dios. Sin embargo el ciberespacio deja, al final, el corazón vacío. Es un espejismo de felicidad, y no sólo internet. Muchas personas comienzan a probar el hastío de la televisión y de los modelos de vida que presenta, y están buscando los valores que descartaron muy aprisa. Hay un anhelo de tener familias fieles y unidas, y son miles y miles de personas las que redescubren la belleza del servicio a los pobres, a los migrantes, a los últimos.
Los sacerdotes hemos de saber aprovechar este anhelo del corazón humano para llevar a tantas personas insatisfechas hacia el encuentro con Dios. Sin embargo podemos cometer un error. Es la equivocación de dar formación a los jóvenes o adultos que nunca han pasado por la experiencia del kerygma, es decir, de la evangelización. Kerygma es una palabra griega quiere decir ‘primer anuncio’. Se trata de proclamar, de manera fuerte y convincente, el misterio de la salvación en Jesucristo, que por lo general se hace durante un retiro de evangelización.
En nuestra diócesis existen parroquias con buenas estructuras de caridad y acción social, quizá con excelentes cursos de catequesis, pero que no ofrecen la experiencia del kerygma. Tratar de educar cristianos sin que ellos vivan la experiencia de la evangelización puede ser desgastante para un párroco, simplemente porque el laico no suele vivir enamorado de Dios. En cambio un buen retiro de evangelización ayuda a los laicos a vivir el primer mandamiento como el más importante en sus vidas: “Amarás al Señor tu Dios con todo el corazón, con toda el alma y con todas tus fuerzas”. Sólo cuando el hombre ama a Dios de esta manera, con toda su alma, puede ser libre y feliz. La inquietud, la ansiedad, la insatisfacción y la tristeza son síntoma de ausencia de Dios y se curan únicamente acogiendo al Señor en el corazón.
El Adviento suscita en nuestro interior el deseo de Dios. Una persona, si quiere verdaderamente encontrarse con Dios, debe tener dos actitudes decisivas. Si carece de ellas, jamás podrá contemplar el rostro del Padre celestial. La primera actitud es avivar el deseo. Así como el salmista decía “Señor, tú eres mi Dios, por ti madrugo; mi alma tiene ansia de ti como tierra reseca, agostada, sin agua”, así quien quiera encontrar a Dios comience a desearlo con toda su alma, hasta el sufrimiento, a la manera de Pablo: “Deseo morir para estar con Cristo”, decía el apóstol. O al estilo de Teresa: “Vivo sin vivir en mí y tan alta vida espero que muero porque no muero”.
La segunda actitud es reconocer la propia insuficiencia, las propias miserias. David nos da el ejemplo cuando, en el salmo 51, exclama: “Rocíame con el hisopo y quedaré limpio, lávame y quedaré más blanco que la nieve”. O el publicano en el templo, que no se atrevía a erguir su cabeza y oraba diciendo: “Apiádate de mí, Señor, que soy un pecador”. Confesar con humildad que somos pobres, miserables, indigentes, pecadores, hace que el corazón de Dios se incline hacia nosotros y se abra para acogernos.
Hoy que estamos más cerca de la Navidad podemos preguntarnos ¿hasta qué punto Jesús es mi esperanza? ¿Hasta qué punto espero al Señor? ¿Hasta qué punto ha entrado dentro de mí el optimismo y la alegría de la fe, que ilumina el juicio sobre todo acontecimiento de la vida? Porque sólo en un ferviente anhelo de Dios y la confesión humilde de nuestra pobreza para alcanzarlo, habrá Navidad.
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