A propósito de la Jornada Mundial del Enfermo que celebraremos el próximo sábado 11 de febrero, en varias ocasiones he encontrado a personas que se confiesan católicas pero que, cuando les apareció una enfermedad, empezaron a buscar, desesperadas, a curanderos y brujos. Los hechiceros asustaron a estos ingenuos diciéndoles que alguien les había puesto un mal, un trabajo negro, y que ellos, los brujos, les quitarían esa supuesta maldad. Pero las enfermedades de los incautos nunca desaparecieron y lo único que los curanderos les quitaron fue su dinero. ¿Pero por qué siguen muchos bautizados recurriendo a esta falsa solución?
En este mundo de alta tecnología encontramos a muchos católicos que viven alejados de Dios y de los valores espirituales. Católicos sólo de barniz que, en realidad, no saben quiénes son, de dónde vienen ni a dónde van. Católicos que nunca entendieron el valor y el significado de la vida y que, cuando aparecen las enfermedades serias, crisis personales o ven que se acerca la muerte, caen en la cuenta de que edificaron sus vidas como castillos de arena.
En una ocasión conversé con dos médicos ateos que, en su niñez, fueron bautizados católicos. Uno de ellos negaba absolutamente la existencia de Dios. Decía que el hombre solamente era un compuesto de materiales biológicos y que su destino, una vez llegada la muerte, era la desaparición total y para siempre. El otro, si bien no se confesaba ateo, se declaraba agnóstico, es decir, alguien incapaz de tener respuestas sobre el misterio de la vida y afirmaba que, si Dios existía, tenía que ser un Dios muy lejano, totalmente ajeno a nuestros asuntos humanos.
Estos médicos creían solamente en la ciencia. Pero, ¿qué puede decir la ciencia sobre el significado de la vida, sobre la existencia del bien y del mal, sobre el misterio del dolor y la muerte? Para estos médicos el hombre se reduce a un animal más de la evolución de la materia. ¿Qué respuesta puede dar la ciencia al hambre de felicidad, de absoluto y de eternidad que lleva el hombre en su interior?
Entre aquellos católicos que recurren a curanderos y los católicos que han sido arrastrados por las olas del ateísmo o de la indiferencia religiosa, hay dos cosas en común. Unos y otros tuvieron una deficiente formación en su fe cristiana –el último curso que hicieron en la Iglesia fue para recibir su primera Comunión–, y también les faltó tener un encuentro vivo con la persona de Jesucristo. Pertenecer exteriormente a una religión no basta. El catolicismo de pantalla, aquel en el que el sacramento del Bautismo se quedó como un regalo sin abrir, no sirve.
Profesarnos católicos debe conducirnos hacia el encuentro cotidiano con el Hijo de Dios y Salvador del mundo. Solamente así podemos descubrir la belleza y la grandeza de la vida. Entenderemos entonces qué significa la expresión del Señor: “Yo soy la luz del mundo; el que me sigue no camina en tinieblas sino que tendrá la luz de la vida” (Jn 8,12). Confesarnos católicos no es tener nociones de las palabras y enseñanzas de Jesús de Nazaret, sino es apoyar la propia vida en su persona.
Hallar a Jesucristo vivo es la clave de la vida cristiana. Lo descubrimos como una persona divina con rostro humano que ilumina nuestra existencia y nos conduce a la salvación, llenándola de luz, paz y alegría. La diferencia abismal entre Jesucristo y los fundadores de otras religiones –muchos de ellos fueron grandes maestros de sabiduría– es que éstos están muertos y Jesús está vivo. Y no está vivo de manera imaginaria sino real. No es locura ni necesitan psiquiatra. Lo pueden experimentar millones de personas que lo siguen todos los días. Los discípulos de Jesús suelen ser personas cuerdísimas, equilibradas, de serenas relaciones interpersonales, alegres, esforzadas por ser honestas y trabajadoras.
A esos cristianos católicos que viven una vida de adicción amorosa al Maestro, y que se esfuerzan por vivir sus días de manera más santa, los podemos llamar ‘sal de la tierra y luz del mundo’. Son ellos, y no la propaganda ni las redes sociales, quienes viviéndolo, difunden el cristianismo en el mundo.
En este mundo de alta tecnología encontramos a muchos católicos que viven alejados de Dios y de los valores espirituales. Católicos sólo de barniz que, en realidad, no saben quiénes son, de dónde vienen ni a dónde van. Católicos que nunca entendieron el valor y el significado de la vida y que, cuando aparecen las enfermedades serias, crisis personales o ven que se acerca la muerte, caen en la cuenta de que edificaron sus vidas como castillos de arena.
En una ocasión conversé con dos médicos ateos que, en su niñez, fueron bautizados católicos. Uno de ellos negaba absolutamente la existencia de Dios. Decía que el hombre solamente era un compuesto de materiales biológicos y que su destino, una vez llegada la muerte, era la desaparición total y para siempre. El otro, si bien no se confesaba ateo, se declaraba agnóstico, es decir, alguien incapaz de tener respuestas sobre el misterio de la vida y afirmaba que, si Dios existía, tenía que ser un Dios muy lejano, totalmente ajeno a nuestros asuntos humanos.
Estos médicos creían solamente en la ciencia. Pero, ¿qué puede decir la ciencia sobre el significado de la vida, sobre la existencia del bien y del mal, sobre el misterio del dolor y la muerte? Para estos médicos el hombre se reduce a un animal más de la evolución de la materia. ¿Qué respuesta puede dar la ciencia al hambre de felicidad, de absoluto y de eternidad que lleva el hombre en su interior?
Entre aquellos católicos que recurren a curanderos y los católicos que han sido arrastrados por las olas del ateísmo o de la indiferencia religiosa, hay dos cosas en común. Unos y otros tuvieron una deficiente formación en su fe cristiana –el último curso que hicieron en la Iglesia fue para recibir su primera Comunión–, y también les faltó tener un encuentro vivo con la persona de Jesucristo. Pertenecer exteriormente a una religión no basta. El catolicismo de pantalla, aquel en el que el sacramento del Bautismo se quedó como un regalo sin abrir, no sirve.
"Yo soy la luz del mundo, el que me sigue no camina en tinieblas" (Jn 8,12) |
A esos cristianos católicos que viven una vida de adicción amorosa al Maestro, y que se esfuerzan por vivir sus días de manera más santa, los podemos llamar ‘sal de la tierra y luz del mundo’. Son ellos, y no la propaganda ni las redes sociales, quienes viviéndolo, difunden el cristianismo en el mundo.
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