viernes, 20 de marzo de 2015

Líbranos del mal

“No robo, no mato, no vendo drogas y, por lo tanto, no me confieso”. Así piensan muchos católicos que rehúsan acudir al sacramento de la reconciliación. Nos preguntamos, ¿de qué se sienten culpables los hombres de hoy? Sin duda que, en estos tiempos, el sentido de culpabilidad es mayor cuando se trata de trasgresiones que afectan la vida pública, como los secuestros, la trata y los asaltos. Pero aquellos pecados del ámbito privado como los insultos al prójimo, la gula, la pereza, la crítica venenosa, la envidia o los deslices lujuriosos ya no tienen gran peso sobre la conciencia en el grueso de la población.

El hombre no puede suprimir del todo la conciencia porque es parte de su naturaleza espiritual. Sin embargo el mundo actual trata de hacer sentir culpable al hombre por otros motivos, y no por el tradicional ‘ofender a Dios’ que utilizamos los cristianos. ‘Ofender a Dios’, ‘pecar contra el Señor’ o ‘trasgredir los mandamientos de la Ley divina’ son términos que, fuera de la Iglesia, se consideran arcaicos. En cambio ‘cometer una injusticia’, ‘atentar contra la ecología’, ‘practicar violencia de género’, ser acusado de ‘homofobia’ o ‘violar los derechos humanos’ atormentan más el alma del hombre contemporáneo.

¿Qué sucede cuando el hombre se aleja de Dios? Según datos del INEGI, únicamente el 38 por ciento de los católicos en México son practicantes regulares de su religión. La mayoría bautizada, entonces, sólo asiste esporádicamente a la iglesia o no asiste. Lejos de Dios, la persona pierde la capacidad de ver y no percibe con claridad la distinción entre el bien y el mal. Se va volviendo esclavo, aunque se crea libre; y va enfermando, aunque se crea sano. Le sucede lo que al rey David, que después de haber cometido adulterio y asesinato, no se dio cuenta de que había caído en pecado. Para el monarca de Israel aquello era un ‘apuro’, un ‘problema para resolver’, pero no lo veía como un pecado por el cual debía pedir perdón a su Señor.

El pecado es un veneno que corre por la sangre de la humanidad, y en Jesucristo comprendemos su gravedad y profundidad. Él es la Luz del mundo que resplandece en las tinieblas y quien puso al Tentador al descubierto. Cuando Jesús de Nazaret vivió en la tierra el imperio de las tinieblas desplegó toda su agresividad. Jesús levantó la piedra bajo la que se anidaban las serpientes y éstas, dispuestas a no perder a sus presas, deambulan por todas partes buscando morder a los incautos.

Jesús vino a traer un río de misericordia sobre la humanidad, y sin embargo no atenuó la gravedad de los pecados. En el Sermón de la Montaña, entre muchas enseñanzas, dijo: “Ustedes han oído que se dijo a los antepasados: No matarás, y el que mata, será condenado por el tribunal. Pero yo les digo que todo aquel que se irrita contra su hermano, será condenado por el tribunal. Y todo aquel que lo insulta, será castigado por el Sanedrín. Y el que lo maldice, será condenado a la Gehena de fuego” (Mt 5,21-22). Jesús no vino a asustar ni a amenazar, sino a sanar y salvar a los pecadores y para ello no tuvo reparo en decir toda la verdad sobre el mal que amenaza al hombre.

Hablando de males de la humanidad, son increíbles los avances de las ciencias biomédicas. La industria farmacéutica ha desarrollado pastillas para el tratamiento de todo tipo de enfermedades. Sin embargo no ha hallado la fórmula para hacer que las personas se hagan más buenas. No hay médico que pueda curar un corazón malvado. De hecho el progreso material ha disparado el egoísmo y el orgullo del hombre a niveles tan altos, que hoy está en peligro el mismo futuro del mundo. Ni siquiera la cultura logra mejorar el nivel ético de la sociedad. Genios de la ciencia y de la política son capaces muchas veces, de graves caídas morales.

Somos impotentes ante el misterio de la iniquidad. Vivimos con el tumor del pecado. Ello no significa que la curación sea imposible o que la felicidad sea un sueño. Significa, más bien, que hemos de caer de rodillas para gritar con el salmista “Crea en mí, oh Dios, un corazón puro”. Sólo el amor de Dios derramado en nuestros corazones será capaz de destruir las raíces malignas desde donde proliferan todas nuestras obras de maldad.

“Líbranos del mal, decimos en el Padrenuestro. Y con ello pedimos que no nos ahoguemos en el mar oscuro de los pecados ni seamos mordidos por la antigua serpiente que lo habita. Jesús rompe las cadenas que quieren aprisionarnos en el sacramento de la confesión. Ahí, en el confesionario, nos espera la gracia de Cristo para darnos lo que ninguna compañía farmacéutica podrá obtenernos.

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