Un artículo de Arina O. Grossu en The National Catholic Register describe algunas razones por las que la mujer encuentra en la Iglesia Católica la plenitud para su condición femenina. Empezando porque la creatura humana más grande, mejor acabada y más perfecta de todos los tiempos –como no habrá ninguna otra– es una mujer. Por el ‘sí’ singular de esa mujer –María de Nazaret– entró la salvación al universo. Fue elegida para ser la Madre de Dios y Dios nos la entregó, desde la Cruz, para ser madre de la humanidad. Por su íntima unión con Jesucristo y por estar asociada al misterio de la salvación del género humano, la Iglesia la honra más que a los ángeles y a la multitud de los santos.
La Sagrada Escritura está llena de las historias de, al menos, 137 mujeres; muchas de ellas fueron grandes matriarcas, heroínas y santas. En la historia de los judíos brilla la reina Ester, quien salvó a su pueblo de la masacre. Aparece Raquel, madre de José y Benjamín, los hijos que engendraron a las 12 tribus de Israel. Está Judit, una hermosa viuda que salvó a los hebreos de las manos de los asirios.
En el Nuevo Testamento, dos de las tres personas que estaban al pie de la cruz cuando Jesús moría, eran mujeres: María la Madre del Señor y María Magdalena, quien tuvo el privilegio de ser la primer testigo de la resurrección de Jesús y anunciarla a los Apóstoles. Tenemos a Elizabeth, madre de san Juan Bautista, el Precursor del Señor. La figura de Ana, la viuda que servía en el Templo y que profetizó que el niño Jesús sería el Mesías de Israel. Marta y María, amigas de Jesús, lo servían con la oración y la hospitalidad.
La Iglesia Católica es celosa en honrar a las mujeres que viven su condición femenina llena de virtud. Tenemos 783 mujeres en el santoral. Además de la Virgen María, existen notables modelos de feminidad católica como santa Juana de Arco, Teresa de Lisieux, Teresa de Ávila, Clara de Asís, Catalina de Siena y Teresa de Calcuta. Algunas fueron viudas y madres de familia como santa Gianna Beretta Molla, Elizabeth de Hungría y Margatita de Escocia.
Otras, como santa Brígida de Suecia o santa Rita de Casia, se casaron y después de la muerte de sus maridos se hicieron religiosas consagradas. Muchas fueron vírgenes como santa Inés o María Goretti; otras fueron prostitutas antes de su conversión, como María de Egipto. Existieron mujeres que arrebataron la corona del martirio al morir devoradas por las fieras o murieron por la espada, como Perpetua y Felícitas. Hay a quienes les cortaron la cabeza, como a santa Inés o santa Cecilia. Mujeres de martirio blanco como santa Rita, quien sufrió en su matrimonio por su marido cruel o santa Mónica, quien soportó las infidelidades de su esposo y los dolores morales que le causó su hijo Agustín, antes de su conversión.
La Iglesia Católica cuenta en su historia con mujeres muy astutas en cuestiones políticas, como las reinas Margarita de Escocia y Elizabeth de Hungría; y se engalana con cuatro Doctoras de la Iglesia: Catalina de Siena, Teresa de Ávila, Teresa de Lisieux e Hildegarda Von Bingen.
En la Iglesia ha habido mujeres introvertidas y extrovertidas, grandes lideresas y mujeres silenciosas, fundadoras o reformadoras de monasterios y de grandes obras de apostolado; todas sumergidas profundamente en los problemas de los tiempos en que vivieron, traspasadas por un infatigable celo por servir a Jesucristo y a su Iglesia de manera única, con frecuencia entregando sus vidas a la muerte. Estaban en el mundo sin ser del mundo y participaban totalmente en la vida de la Iglesia. Hoy casi toda mujer puede descubrir, en alguna de las santas canonizadas, un alma hermana que le sirva como modelo. Juan Pablo II escribía en su Carta Apostólica ‘Mulieris Dignitatem’ que las mujeres santas son la encarnación del ideal femenino.
La Iglesia se contempla a sí misma como mujer, como la ‘esposa’ de Cristo. “Maridos, amen a sus esposas, como Cristo amó a la Iglesia y se entregó por ella… Este es un gran misterio, y yo digo que se refiere a Cristo y a la Iglesia” (Ef 5,32). La lucha por las mujeres la está llevando la Iglesia, honrando la dignidad femenina y celebrando su insustituible rol en el mundo.
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