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Gracias a Dios por el sacerdocio

Hoy doy gracias a Dios por el regalo de mi sacerdocio. Hace 16 años, recibí sin merecerlo, este regalo maravilloso: poder ser instrumento de Jesús para sanar, restaurar, consolar, alimentar, fortalecer, perdonar los pecados y traerlo a Él mismo a la tierra en la Eucaristía que nos dejó como memorial suyo.

El sacerdocio me queda grande. Al contemplar mi barro y al constatar que soy un hijo de Adán, muy pecador, me quedo perplejo del don que me fue conferido. Sin embargo al contemplar a la Inmaculada, me lleno de alegría y de esperanza. En la Virgen María, concebida sin pecado, puedo sentirme hijo de esta humanidad que ha sido restaurada gracias a Jesús, fruto bendito de su vientre. Y con la humanidad imploro la gracia de la santidad para mi sacerdocio. Este misterio bien lo expresa el himno:

Ninguno del ser humano 
como vos se pudo ver:
que a otros los dejan caer
                                                           y después les dan la mano.

                                                           Mas vos, Virgen, no caíste
                                                           como los otros cayeron,
                                                           que siempre la mano os dieron
                                                           con que preservada fuiste.

                                                          Yo, cien mil veces caído,
                                                          os suplico que me deis
                                                          la vuestra, y me levantéis
                                                          porque no quede perdido.

                                                         Y por vuestra concepción,
                                                         que fue de tan gran pureza,
                                                         conserva en mí la limpieza
                                                         del alma y del corazón.


En la Virgen María volvemos a la vida. Si hemos estado muertos, si nos hemos visto oprimidos y afeados por servir al pecado, en la Virgen María, Madre del que es la Vida, nos alegramos porque volvemos a la vida y y nuestras vidas vuelven a ser bellas.

Dice san Anselmo que "Dios dio a su Hijo Jesucristo a María, y de María se hizo un hijo, no distinto, sino el mismo, de suerte que por naturaleza fuera el mismo y único Hijo de Dios y de María. Toda la naturaleza ha sido creada por Dios, y Dios ha nacido de María. Dios lo creó todo, y María engendró a Dios. Dios, que hizo todas las cosas, se hizo a sí mismo de María; y de este modo rehizo todo lo que había hecho. El que pudo hacer todas las cosas de la nada, una vez profanadas, no quiso rehacerlas sin María. Dios, por tanto, es padre de las cosas creadas y María es madre de las cosas recreadas. Dios es padre de toda la creación, y María es madre de la universal restauración".

El sacerdocio de Jesucristo está arropado por el amor de la Inmaculada. La concebida sin pecado lo educó, lo enseñó a ser fuerte y reacio en su voluntad y delicado en el trato, ella lo enseñó a ser víctima y a ofrecerse a Dios. De alguna manera ella lo preparó para su sacrificio. Por eso María es Madre de los sacerdotes.

Y si ella, en este mundo en que los hombres luchan unos contra otros, tiene la misión de acercar a todos a su Hijo Jesús, si ella tiene la misión de revelar que el amor es el valor más importante en la vida del hombre, si ella tiene la misión de anunciar la victoria del amor sobre el odio de la serpiente, cuánto los sacerdotes hemos de vivir muy cerca de ella para cumplir nuestra misión.

Dice el Concilio de Trento: "Toda la historia de la humanidad está invadida por una tremenda lucha contra el poder de las tinieblas que, iniciada desde el principio del mundo, durará hasta el último día, como dice el Señor. Metido en la batalla el hombre debe luchar sin tregua para adherirse al bien, y no puede conseguir su íntima unidad sino a costa de grandes esfuerzos, con la ayuda de Dios" (GS 37).

A la Virgen Inmaculada confío mi sacerdocio, a ella en quien se cumplió la estupenda victoria del bien sobre el mal, del amor sobre el odio, de la gracia sobre el pecado. A ella confío las familias de mi parroquia y nuestra ciudad entera. Y le ofrezco mi Iglesia de Ciudad Juárez como propiedad suya. Amén.

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