jueves, 15 de diciembre de 2016

El Tepeyac, La Salette, Lourdes, Fátima…

Me complace muchísimo saber que La Misión de Guadalupe –el edificio histórico más importante de Ciudad Juárez–, así como uno de los más emblemáticos de la ciudad –la Catedral– están dedicados a la Madre de Dios. La presencia de la Virgen María, silenciosa y discreta, vela sobre todos los habitantes de esta frontera. Ella sigue siendo la primera dama de la ciudad que fue puesta bajo su patronazgo en 1659, año en que se fundó la Misión.

Hace unos días celebramos a Nuestra Señora de Guadalupe. La explosión de fervor y devoción dejaba asombrado a cualquiera. Procesiones parroquiales, familias completas, empresas, personas enfermas, mariachis, bandas, coros, danzantes, indígenas, migrantes, hombres, mujeres y niños de toda clase y condición social, y hasta prostitutas y travestis se acercaron a la imagen para sentir el amor maternal de María y para expresarle su cariño.

La Madre de Dios acompaña a la humanidad en sus momentos más decisivos. María aparece como un signo de los tiempos en los grandes hitos de la historia humana llamándola a volverse a Jesucristo. Apareció en el Tepeyac, en el siglo XVI, como culminación de la gran epopeya de la Conquista de México, para manifestar su amor y cercanía a los habitantes de estas tierras. Se hizo presente en Francia, en La Salette, en el convulsionado siglo XVIII cuando estalló la anticatólica Revolución Francesa.

Se manifestó a mitad del siglo XIX también en Lourdes, Francia, siglo marcado por las ideologías anticristianas. En la segunda década del sangriento siglo XX –siglo de los mártires cristianos y de las guerras más atroces– proclamó su mensaje en Fátima, Portugal. Y hoy algunos lugares como Medjugorje, en Bosnia-Herzegovina, se han vuelto multitudinarios centros de peregrinación por apariciones de la Virgen que esperan el juicio de la autoridad de la Iglesia.
Santuario de La Salette en los Alpes franceses.
Donde existe una fuerte presencia mariana se suscita la rabia de la serpiente antigua.

En nuestra ciudad existe una gran lucha contra María. Desde hace décadas, la primera plaza de Ciudad Juárez está convertida, con la pasividad de la autoridad pública y de los comerciantes vecinos, en templo de culto de cristianos no católicos que hacen de Nuestra Señora uno de sus principales blancos de ataque. Grupos sectarios han convertido el primer cuadro de una de las ciudades más grandes de México en una plaza de ambiente ramplón y grosero donde las largas y estridentes alocuciones con versículos bíblicos impiden pasear con tranquilidad.

Con mucha frecuencia una persona no católica, cada vez que me ve caminar por los alrededores de la catedral, me acusa de idólatra por mi devoción a María y, a gritos, exclama que ya está puesta el hacha en la raíz y que todo árbol que no da frutos quedará pelón, como pregonando que se acerca mi ruina eterna. Aunque aguanto las burlas y no me meto con ellos ni los agredo, mis hermanos separados me dan un poco de pena. A veces los veo desconfiados y díscolos, como almas carentes de amor maternal. Por rechazarla a ella se quedan –como enseña Scott Hahn– con una idea del cielo parecida a un apartamento de soltero, demasiado masculino, donde falta la presencia delicada, femenina y amorosa de la Madre. Un hogar sin madre es un hogar frío e incompleto.

Mientras nos acercamos a la celebración de la Navidad, la Virgen María se levanta como la gran figura del Adviento. Ella es la Mujer de la espera. Su ‘Hágase en mí según tu palabra’ fue la frase más importante que se ha pronunciado en la historia de la humanidad. Con esa frase, libremente expresada, trajo el cielo a la tierra y acercó la tierra al cielo. Sin esas palabras el plan de Dios no se hubiera realizado como lo conocemos. Por eso, desde la antigüedad y en toda la historia cristiana, ella ha tenido, entre los discípulos de su Hijo, un lugar de muy alto honor por ser la Madre del Señor y Madre de la humanidad.

Ante los hermanos evangélicos que rechazan fuertemente la devoción a la Madre de Jesús, los católicos hemos de sentirnos privilegiados por ser herederos del culto mariano, y hemos de custodiar la piedad hacia la Virgen María como Madre nuestra, porque así lo ha querido el Señor: “Mujer, aquí tienes a tu hijo”. Luego dijo al discípulo: "Aquí tienes a tu madre". Y desde aquella hora, el discípulo la recibió en su casa (Jn 19,26-27). No temamos, entonces, llevarla a nuestras casas. No escatimemos nuestro amor a ella, que nunca será mayor al amor que tenemos a Jesús.

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