Es mejor cojear por el camino que avanzar a grandes pasos fuera de él. Pues quien cojea en el camino, aunque avance poco, se acerca a la meta, mientras que quien va fuera de él, cuanto más corre, más se aleja. San Agustín
Hace unos años conocí a un joven que llegó a la parroquia hecho un andrajo físico, espiritual y moral. Venía del oscuro mundo de las drogas, el sexo y el alcohol. Los vicios lo habían dejado muerto en vida durante muchos años. A través de repetidos encuentros donde conversamos de la vida espiritual, y haciendo un camino de levantadas y caídas, el muchacho fue poniendo su vida de pie.
Pasaron los años y le perdí la pista. Me alegró encontrarlo nuevamente hace unos meses, convertido en un profesionista exitoso, casado y con hijos. Me reveló que, desde que dejamos de vernos, jamás tuvo una caída en su antiguo libertinaje. Fue la Palabra de Dios la que terminó de obrar el milagro en su vida. A fuerza de crucificar su carne, memorizando y repitiendo versículos bíblicos, logró vencer las artimañas del Engañador.
Hoy aquel amigo dejó de ser católico para pasar a las filas del mundo evangélico. Luego de su recuperación, pasó años leyendo y estudiando la Biblia. Pero le sucedió lo que a muchos incautos: se internaron en un denso bosque sin una brújula y sin mapa, y ahí se extraviaron. Hace más de 450 años, un hombre llamado Martín Lutero los empujó a entrar en la arboleda diciendo que la única instrucción para caminar entre aquellas montañas era tener mucha fe.
Hoy encontramos dentro de esos paisajes de las Sagradas Escrituras a más de 30 mil comunidades y personas que caminan entre la floresta, discutiendo unas con otras, muchas de ellas enemistadas entre sí y sin ponerse de acuerdo sobre la interpretación correcta para tener una visión conjunta de la espesura. Aunque mi amigo disfruta mirando los paisajes, montañas, árboles, lagos y ríos, no logra descifrar sus secretos más profundos ni tener una visión coherente de la tierra que pisa. Es la confusión protestante.
La Biblia es una obra muy compleja que comprende a numerosos autores, libros y géneros literarios, y que se formó durante muchos siglos, en tiempos muy remotos y en una cultura muy diferente a la nuestra. Para una correcta interpretación el primer paso es “investigar con atención lo que pretendieron expresar realmente los hagiógrafos –autores sagrados– y quiso Dios manifestar con las palabras de ellos” (Dei Verbum 12). Esto se llama ciencia exegética. Si no se da importancia a ella, se corre el riesgo de no comprender la intención del autor sagrado y de colgarle significados diversos de los que él pretendía.
Para comprender la intención de los autores sagrados, se deben tomar en cuenta las condiciones de sus tiempos y cultura, además de los géneros literarios, es decir, los modos de expresarse de los autores de la época. Es de ingenuos creer que basta con establecer el significado literal del texto para comprender la Sagrada Escritura.
Se debe tomar en cuenta otro principio de recta interpretación, no menos importante que el precedente. La Biblia debe de ser leída e interpretada con la ayuda del Espíritu Santo que la inspiró. Esto quiere decir que la ciencia exegética sirve de poco si no existe una fe viva, una humildad profunda, el deseo de santidad y la oración continua. Hay que recordar que toda la Biblia tiene una unidad. Hay un único plan de salvación de Dios cuyo centro es Jesucristo. De hecho toda la Palabra de Dios tiene coherencia sólo después de la Pasión, Muerte y Resurrección del Hijo de Dios.
Es necesario leer la Biblia en la Tradición viva de la Iglesia Católica. Es ingenuo pretender interpretar los Textos Sagrados sin una referencia continua a la fe de la Iglesia, “la cual lleva en su Tradición la memoria viva de la Palabra de Dios y es el Espíritu Santo que le dona la interpretación según su sentido espiritual” (Orígenes). Es un bien que mi amigo se haya acercado personalmente a los Libros Sagrados, pero debió haberlos leído y comprendido con la misma fe con que los interpreta la Iglesia. Decía san Agustín: “No creería en el Evangelio si no me condujera a la autoridad de la Iglesia Católica”.
Las verdades de la Biblia son como piezas de un maravilloso mosaico. O para decirlo con la analogía anterior, son como los componentes de un bosque bellísimo. No se pueden hacer afirmaciones singulares sacándolas de todo el conjunto. Todas se armonizan admirablemente y se iluminan unas con otras, formando el único y grandioso proyecto de la Divina Revelación.
Hace unos años conocí a un joven que llegó a la parroquia hecho un andrajo físico, espiritual y moral. Venía del oscuro mundo de las drogas, el sexo y el alcohol. Los vicios lo habían dejado muerto en vida durante muchos años. A través de repetidos encuentros donde conversamos de la vida espiritual, y haciendo un camino de levantadas y caídas, el muchacho fue poniendo su vida de pie.
Pasaron los años y le perdí la pista. Me alegró encontrarlo nuevamente hace unos meses, convertido en un profesionista exitoso, casado y con hijos. Me reveló que, desde que dejamos de vernos, jamás tuvo una caída en su antiguo libertinaje. Fue la Palabra de Dios la que terminó de obrar el milagro en su vida. A fuerza de crucificar su carne, memorizando y repitiendo versículos bíblicos, logró vencer las artimañas del Engañador.
Hoy aquel amigo dejó de ser católico para pasar a las filas del mundo evangélico. Luego de su recuperación, pasó años leyendo y estudiando la Biblia. Pero le sucedió lo que a muchos incautos: se internaron en un denso bosque sin una brújula y sin mapa, y ahí se extraviaron. Hace más de 450 años, un hombre llamado Martín Lutero los empujó a entrar en la arboleda diciendo que la única instrucción para caminar entre aquellas montañas era tener mucha fe.
Hoy encontramos dentro de esos paisajes de las Sagradas Escrituras a más de 30 mil comunidades y personas que caminan entre la floresta, discutiendo unas con otras, muchas de ellas enemistadas entre sí y sin ponerse de acuerdo sobre la interpretación correcta para tener una visión conjunta de la espesura. Aunque mi amigo disfruta mirando los paisajes, montañas, árboles, lagos y ríos, no logra descifrar sus secretos más profundos ni tener una visión coherente de la tierra que pisa. Es la confusión protestante.
La Biblia es una obra muy compleja que comprende a numerosos autores, libros y géneros literarios, y que se formó durante muchos siglos, en tiempos muy remotos y en una cultura muy diferente a la nuestra. Para una correcta interpretación el primer paso es “investigar con atención lo que pretendieron expresar realmente los hagiógrafos –autores sagrados– y quiso Dios manifestar con las palabras de ellos” (Dei Verbum 12). Esto se llama ciencia exegética. Si no se da importancia a ella, se corre el riesgo de no comprender la intención del autor sagrado y de colgarle significados diversos de los que él pretendía.
Para comprender la intención de los autores sagrados, se deben tomar en cuenta las condiciones de sus tiempos y cultura, además de los géneros literarios, es decir, los modos de expresarse de los autores de la época. Es de ingenuos creer que basta con establecer el significado literal del texto para comprender la Sagrada Escritura.
Se debe tomar en cuenta otro principio de recta interpretación, no menos importante que el precedente. La Biblia debe de ser leída e interpretada con la ayuda del Espíritu Santo que la inspiró. Esto quiere decir que la ciencia exegética sirve de poco si no existe una fe viva, una humildad profunda, el deseo de santidad y la oración continua. Hay que recordar que toda la Biblia tiene una unidad. Hay un único plan de salvación de Dios cuyo centro es Jesucristo. De hecho toda la Palabra de Dios tiene coherencia sólo después de la Pasión, Muerte y Resurrección del Hijo de Dios.
Es necesario leer la Biblia en la Tradición viva de la Iglesia Católica. Es ingenuo pretender interpretar los Textos Sagrados sin una referencia continua a la fe de la Iglesia, “la cual lleva en su Tradición la memoria viva de la Palabra de Dios y es el Espíritu Santo que le dona la interpretación según su sentido espiritual” (Orígenes). Es un bien que mi amigo se haya acercado personalmente a los Libros Sagrados, pero debió haberlos leído y comprendido con la misma fe con que los interpreta la Iglesia. Decía san Agustín: “No creería en el Evangelio si no me condujera a la autoridad de la Iglesia Católica”.
Las verdades de la Biblia son como piezas de un maravilloso mosaico. O para decirlo con la analogía anterior, son como los componentes de un bosque bellísimo. No se pueden hacer afirmaciones singulares sacándolas de todo el conjunto. Todas se armonizan admirablemente y se iluminan unas con otras, formando el único y grandioso proyecto de la Divina Revelación.
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