Los salmones nacen en los ríos de los bosques cercanos a la costa oeste de Norteamérica en donde viven un año. Cuando han alcanzado cierta madurez inician su desplazamiento hacia el Océano Pacífico donde desarrollan un sistema para vivir en el agua salada. De ahí continúan su viaje por las aguas del Pacífico norte hasta llegar casi al Japón para después regresar a las costas norteamericanas de donde partieron. Es asombroso. Entre los numerosos ríos que desembocan en el Pacífico, los salmones encuentran exactamente aquel por el que descendieron al mar, y por él continúan su travesía, río arriba, saltando por encima de cascadas y torrentes, para llegar, finalmente, a las aguas en que nacieron. En ellas colocan sus huevecillos y, después de cumplir su larguísimo recorrido, mueren.
Como un salmón que regresa a su origen, el cristiano tiene la misión de volver a Aquel que le dio su ser. Fue una de las lecciones que pudieron haber aprendido los cientos de jóvenes católicos que peregrinaron hacia la ermita de San Lorenzo, el sábado pasado. En su recorrido de un poco más de diez kilómetros, los chicos vivieron una metáfora de la vida. Los envolvió el sol, la sed y el calor durante el día; el frío, la lluvia, quizá alguna alimaña y cobijas mojadas por la noche. Así es el viaje de regreso a Dios –principio y meta de la vida humana–, un itinerario lleno de insidias. Pero la misión propuesta por Jesús para regresar a Él es una: “Sean perfectos como su Padre Celestial”. A Dios se regresa siendo santos, o no se regresa.
Una persona comienza a ser hombre sólo cuando se enfrenta a la pregunta de para qué nació y hacia dónde va. Muchos viven los días sin conocer ni siquiera vagamente la meta de su caminar. Sin embargo el cristianismo nos lanza a todos un mensaje comprometido: la vida de cada ser humano fue creada para que alcance el grado de santidad que Dios estableció para cada uno en el momento de su creación. Se trata de una participación en el amor divino, en la gloria divina. Ese es el único sentido que tiene la vida. Al conocer este gran proyecto, nadie puede resignarse a vivir una vida espiritualmente mediocre. Deberá estar dispuesto a subir río arriba sorteando peligros, cascadas, lagos y corrientes, –cual salmón que añora las fuentes originarias– para participar en la vida divina.
¿Cómo realizarse en la vida? Es una pregunta que muchos jóvenes se hacen. Algunos piensan que la clave del éxito está en obtener el máximo placer y el mínimo dolor. En cambio para el cristianismo, la santidad no es un hobby para pocos, sino un objetivo para todos. Si no se llega a la santidad, la vida se arruina. El motivo es muy simple: la santidad consiste en la perfección del amor y el hombre sólo puede realizarse a sí mismo ascendiendo por esas aguas.
El ascenso es río arriba, contracorriente. El camino de santidad consiste en una conversión continua del corazón. En toda alma el pecado ha echado sus raíces, y sólo la luz de la gracia nos hace comprender la devastación que el mal ha realizado en nosotros. Aunque logremos avanzar en el camino de la amistad con Dios, el mal ha dejado huella en el alma, porque la sanación de nuestra naturaleza debilitada por el pecado es lenta y progresiva. En el camino de la conversión son muchísimos los que vuelven a hundirse en el pantano del pecado. Y hasta los más avanzados en la vía de la santidad, deben desconfiar de ellos mismos. Las pasiones que creían haber sofocado por completo, resurgen repentinamente llevándolos a la ruina.
Para llegar a la Casa del Padre se necesita cambiar el corazón. Un cristianismo que no transforme a la persona es, en realidad, fariseísmo. Y así como pudiera haber algunos salmones que no tienen la fuerza para emprender su viaje hacia las fuentes de los ríos que los vieron nacer, así también hay cristianos que no viven la dolorosa fatiga de la muerte a ellos mismos; no se atreven a salir del ‘hombre carnal’ con la esperanza de llegar a ser ‘el hombre espiritual’, y se conforman con llevar una máscara durante toda la vida. Sea la fe nuestra fuerza para subir contracorriente, siguiendo a Jesús, el Cordero, a ejemplo de san Juan de la Cruz que decía: “De noche iremos, de noche que para alcanzar la fuente sólo la sed nos alumbra”.
Como un salmón que regresa a su origen, el cristiano tiene la misión de volver a Aquel que le dio su ser. Fue una de las lecciones que pudieron haber aprendido los cientos de jóvenes católicos que peregrinaron hacia la ermita de San Lorenzo, el sábado pasado. En su recorrido de un poco más de diez kilómetros, los chicos vivieron una metáfora de la vida. Los envolvió el sol, la sed y el calor durante el día; el frío, la lluvia, quizá alguna alimaña y cobijas mojadas por la noche. Así es el viaje de regreso a Dios –principio y meta de la vida humana–, un itinerario lleno de insidias. Pero la misión propuesta por Jesús para regresar a Él es una: “Sean perfectos como su Padre Celestial”. A Dios se regresa siendo santos, o no se regresa.
Una persona comienza a ser hombre sólo cuando se enfrenta a la pregunta de para qué nació y hacia dónde va. Muchos viven los días sin conocer ni siquiera vagamente la meta de su caminar. Sin embargo el cristianismo nos lanza a todos un mensaje comprometido: la vida de cada ser humano fue creada para que alcance el grado de santidad que Dios estableció para cada uno en el momento de su creación. Se trata de una participación en el amor divino, en la gloria divina. Ese es el único sentido que tiene la vida. Al conocer este gran proyecto, nadie puede resignarse a vivir una vida espiritualmente mediocre. Deberá estar dispuesto a subir río arriba sorteando peligros, cascadas, lagos y corrientes, –cual salmón que añora las fuentes originarias– para participar en la vida divina.
¿Cómo realizarse en la vida? Es una pregunta que muchos jóvenes se hacen. Algunos piensan que la clave del éxito está en obtener el máximo placer y el mínimo dolor. En cambio para el cristianismo, la santidad no es un hobby para pocos, sino un objetivo para todos. Si no se llega a la santidad, la vida se arruina. El motivo es muy simple: la santidad consiste en la perfección del amor y el hombre sólo puede realizarse a sí mismo ascendiendo por esas aguas.
El ascenso es río arriba, contracorriente. El camino de santidad consiste en una conversión continua del corazón. En toda alma el pecado ha echado sus raíces, y sólo la luz de la gracia nos hace comprender la devastación que el mal ha realizado en nosotros. Aunque logremos avanzar en el camino de la amistad con Dios, el mal ha dejado huella en el alma, porque la sanación de nuestra naturaleza debilitada por el pecado es lenta y progresiva. En el camino de la conversión son muchísimos los que vuelven a hundirse en el pantano del pecado. Y hasta los más avanzados en la vía de la santidad, deben desconfiar de ellos mismos. Las pasiones que creían haber sofocado por completo, resurgen repentinamente llevándolos a la ruina.
Para llegar a la Casa del Padre se necesita cambiar el corazón. Un cristianismo que no transforme a la persona es, en realidad, fariseísmo. Y así como pudiera haber algunos salmones que no tienen la fuerza para emprender su viaje hacia las fuentes de los ríos que los vieron nacer, así también hay cristianos que no viven la dolorosa fatiga de la muerte a ellos mismos; no se atreven a salir del ‘hombre carnal’ con la esperanza de llegar a ser ‘el hombre espiritual’, y se conforman con llevar una máscara durante toda la vida. Sea la fe nuestra fuerza para subir contracorriente, siguiendo a Jesús, el Cordero, a ejemplo de san Juan de la Cruz que decía: “De noche iremos, de noche que para alcanzar la fuente sólo la sed nos alumbra”.
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