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Cristianos de la antigua Roma

Hace dos mil años la sociedad del imperio romano, en cuestiones religiosas, era parecida a la nuestra. Los romanos eran excelentes soldados e ingenieros y habían construido una red eficiente de carreteras que unían a Roma con todos los puntos del imperio. Soldados, esclavos, artistas, mercaderes y toda clase de personas viajaban a la capital, cada una portando sus ideas y creencias religiosas.

Proliferaban los cultos a las divinidades de Roma, de Grecia y Medio Oriente. Se ofrecían sacrificios y rituales para aplacar a los diversos dioses o darles gracias. El mismo emperador llegó a ser visto como una poderosa deidad en la tierra. Las religiones orientales ganaron fuerza y se hicieron muy populares. Los cultos de Isis, Serapis y, sobre todo, los cultos mistéricos de Mitra echaron raíces profundas en la sociedad. Este mosaico de cultos es lo que se conoció como paganismo.

Nuestra sociedad occidental, a semejanza de la antigua Roma, es una sociedad mayoritariamente pagana donde el cristianismo parece ser para gente rara. La mayoría de los hombres han dejado de ir a las iglesias para confiar más en su poderío y en sus capacidades materiales. Convivimos con una pluralidad de ideas, religiones y espiritualidades vagas derivadas de la Nueva Era. También, vale decirlo, hay un culto al emperador; es decir, al hombre que se adora a sí mismo y pretende ocupar el puesto que a Dios sólo corresponde.

Pero, ¿qué sucedía, en realidad, con aquellos cultos? Los dioses eran los árbitros de los asuntos humanos. Había que tenerlos contentos con sacrificios y ofrendas pero llegó un momento en que el paganismo dejó de ser funcional. Los romanos habían sufrido numerosas derrotas y la intercesión de los dioses paganos, tan solicitada, se había mostrado ineficaz. También aquellos cultos se mostraban incapaces de colmar la sed más profunda del hombre, la sed de una vida eterna del otro lado de la muerte. Es aquí donde el cristianismo empezó a ser un poderoso atractivo.

Cuando los cristianos llegaron a Roma, se reunían en secreto en casas privadas, que fueron las primeras iglesias. Lo hacían a semejanza de la primitiva comunidad cristiana de Jerusalén, que se reunía en la casa de María, la madre de Juan Marcos. Ahí celebraban la Eucaristía, donde comían la carne sacramentada de Jesucristo, y por eso fueron absurdamente acusados luego, ante la autoridad imperial, de comer carne humana. Era el encuentro con el Resucitado lo que les hacía empeñarse en obras de caridad con el pueblo, el rechazo al culto a otros dioses y a los ritos no cristianos. Aquellos discípulos de Jesús valientemente cuestionaron el culto al emperador, lo que les trajo persecución y muerte.

La Resurrección de Jesucristo era la verdad y la clave que iluminaba y daba sentido a la vida de aquellos hombres y mujeres del primer siglo. Cuando en el año 107 Ignacio de Antioquía iba hacia Roma como prisionero y condenado por su fe, escribió una carta en la que decía: “Dejadme que sea entregado a las fieras, puesto que por ellas puedo llegar a Dios. Soy el trigo de Dios, y soy molido por las dentelladas de las fieras para que pueda ser hallado pan puro... Entonces seré un verdadero discípulo de Jesucristo.”
  
Confrontemos aquellos testimonios con los jóvenes y adultos de nuestro tiempo. ¿Qué encontramos hoy? Vacío de ideales, aburrimiento, cansancio, sentido de disgusto, banalización de todo, incluso un hastío de vivir. O bien hallamos cristianos contaminados por cultos esotéricos y religiosidades paganas. Pero también encontramos aquellos de misa dominical sin Pascua en el alma, es decir, sin haber ‘visto’ a Jesús resucitado, como los apóstoles llenos de desilusión en el cenáculo, antes de la aparición de su Maestro. Muchos han perdido el sentido del domingo como pascua que nos proyecta hacia la Jerusalén del cielo. Y así la fe cristiana, poco a poco, languidece y muere. Quizá los sacerdotes somos culpables porque raramente hablamos de la Resurrección y del mundo futuro.

Aquellos primeros cristianos de Jerusalén y Roma seguirán siendo un punto de referencia para los cristianos de todos los tiempos. El Señor nos permita hoy, como a Tomás, introducir nuestros dedos en los agujeros de sus clavos, nuestra mano en su costado, y cambiar ese cristianismo mortecino por la pasión de vivir y anunciar la vida de Jesucristo.

Comentarios

  1. Excelente redacción en español un idioma que muy poca gente sabe redactar, aunque sea su lengua materna. Además, esta pieza es todo un tratado religioso sobre la sociedad moderna.

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