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El pecado contra la Resurrección

El evento más grandioso de la historia –la Resurrección de Jesucristo– no fue escandaloso ni espectacular. ¿Qué le pasa a Dios?, podemos preguntarnos. Si toda la historia narrada en el Antiguo Testamento tiene su culminación en la Resurrección de Cristo, ¿cómo es que la coronación de la obra de Dios no ocurrió con bombo y platillo? ¿Por qué no se desgajaron las montañas, retembló la tierra o se escucharon excelsos cantos de querubines? ¿Qué razón tuvo para no aparecerse a Herodes ni a Pilato? Si al menos una noche el Señor les hubiera jalado los pies a los miembros del Sanedrín, estos incrédulos hubieran terminado convencidos.

El espectáculo no es el estilo de Dios. El Señor es todo un caballero, humilde, elegante, discreto, sumamente respetuoso de la libertad de sus hijos. Por ese respeto que Dios tiene por el hombre no quiere imponerse a nadie, ni ser temible mostrando el poder de su divinidad. Es tan fino que elige a quiénes mostrarse para que sean sus testigos. Por eso durante la noche de Belén sólo lo vieron unos cuantos, y lo mismo podemos decir que ocurrió en la Resurrección. Únicamente lo vieron algunas mujeres, el grupo de los Doce, los discípulos y unos centenares más para que fueran sus enviados.

Tenemos la encomienda de ser testigos de la Resurrección. Nuestro gran desafío es hacer ver este misterio invisible, con nuestra propia vida, a aquellos que no creen en Cristo. El problema es cómo podemos ser testigos del Resucitado. El pensador Frederick Nietzsche lanzó un reto a los cristianos al decirles: “Si Cristo ha resucitado, ¿por qué ustedes viven tristes? Ustedes no tienen el rostro de personas redimidas”. Aguda y desafiante fue la observación de este filósofo. Tenía razón. Veía que muchos cristianos habían perdido la alegría en su rostro. Eran cristianos que no entraban en la fiesta de la redención y, con sus caras avinagradas, tampoco dejaban a otros entrar.

¿Cómo podemos adquirir el rostro y, sobre todo, el alma de personas resucitadas? Enseñaba san Francisco de Sales que así como el demonio procura que los malvados vivan alegres en sus pecados, por otra parte intenta hacer que los buenos vivan tristes en la virtud. “Le encanta vernos tristes y desesperanzados –decía–, porque él está triste y desesperanzado por toda la eternidad y querría que todo el mundo fuese como él”. Muchos pensamos que el pecado sólo radica en vivir en la maldad, y no nos damos cuenta de que dejar de vivir en la alegría, el entusiasmo y la pasión por Dios es también un pecado que puede hacer graves daños.

Al hermano mayor de la parábola del hijo pródigo, a pesar de vivir dentro de los muros de la casa de su padre, no se le notaba la alegría. Parecía que aquella atmósfera se le había convertido en rutina. Esta pérdida de entusiasmo y dejar de sentirnos felices de ser lo que somos puede ocurrir también a los sacerdotes y religiosos. ¿Qué chico o chica querrá seguir a Jesús por un camino de consagración cuando ve en nosotros que queremos esconder nuestro sacerdocio o la vida religiosa y queremos ser como los demás? Dios nos libre de convertirnos en espantapájaros vocacionales mostrando nuestro llamado como algo pesado, soso o aburrido. Y Dios nos libre a todos de ahuyentar a los que buscan a Dios, por nuestra manera aburrida de vivir el cristianismo.

Contra el pecado del fastidio o la tristeza –llamada también acedia espiritual– el primer remedio es suplicar a Dios todos los días la gracia de vivir resucitados. La vida cristiana es una aventura impresionante capaz de transformarnos en santos y no un latoso cumplimiento de reglas mínimas para tener contento a Dios. La resurrección es un don del Cielo y Jesús se aparece sólo a sus amigos. Es menester entonces orar pidiendo la virtud de la esperanza y de una ardiente caridad.

Pocas cosas entusiasman tanto al alma como leer vidas de santos. Recuerdo que, desde que era seminarista, esta clase de lecturas hacían arder mi corazón; y es que era Jesucristo a quien veía resucitado a través de lo que ocurría en las vidas de quienes se dejaron transformar por él. De gran ayuda será procurar conversar con personas amigas de Dios. Las conversaciones donde Dios está presente empujan el alma hacia arriba, hacia donde está Cristo resucitado, mientras que las malas conversaciones dejan el corazón triste y vacío. Y, sin duda, la Eucaristía celebrada diariamente y con hambre de Dios, será siempre el lugar más excelente para el encuentro con el Resucitado.

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