Hacia 1800, Haití era colonia de Francia. En la isla había 20 mil blancos, 30 mil mulatos libres y 800 mil esclavos que trabajaban en plantaciones de azúcar, café, cacao, tabaco y algodón. En una de las pocas adineradas familias, había una chica francesa, blanca evidentemente, que vivía con sus padres y hermanos. Eran diez de familia y tenían a su disposición una servidumbre de cien esclavos negros.
La muchacha era muy observadora. Miraba el respeto y la elegancia con que les servían en todo; su trabajo lo hacían muy bien y, al servir, hasta inclinaban un poco la cabeza en señal de cortesía. Sin embargo ella veía algo en los ojos de los esclavos que la hacía sentir incómoda. Los ojos no pueden engañar. En ellos se percibía rechazo, rencor acumulado durante años de sometimiento. Era como si con la sola mirada le dijeran que por ahora ellos eran esclavos, pero que llegaría el día en que la suerte cambiaría, y que serían ellos quienes tendrían el poder. La chica sentía que, en realidad, esos esclavos no los querían a ellos, los blancos, y que esa tensa situación no podría durar mucho tiempo.
Hace unos días corrió la noticia de que Evo Morales, el presidente de Bolivia que gobernó su país durante 18 años tuvo que salir huyendo, por la puerta de atrás, para tomar un avión que lo llevaría a México. Evo hubiera querido mantenerse en el poder durante muchos años, pero el pueblo boliviano le había dado la espalda en las elecciones de octubre. Después de una extraña caída del sistema de cómputo que duró 24 horas, Evo se proclamó presidente electo una vez más, como suelen hacerlo los dictadores. El mismo ejército le retiró su apoyo y el presidente tuvo que salir del país para no provocar un estallido social.
A los pueblos se les puede someter con la policía, con persecuciones, gases lacrimógenos y cárceles. Así lo hicieron Pinochet, Castro y Chávez, y hoy lo hace Maduro en Venezuela y Ortega en Nicaragua. Jesús había dicho que los jefes de las naciones dominan sobre ellas y los poderosos les hacen sentir su autoridad (Mt 20, 25-26). Sin embargo en realidad los dictadores no gobiernan. A golpes no pueden hacerlo porque al corazón humano no se le vence con el sometimiento del cuerpo, sino únicamente se le gobierna por el amor. Es el amor la llave que abre la puerta del alma. Sólo cuando me siento amado por alguien esa persona llega a tener auténtico poder sobre mí. Por eso concluyó Jesús diciendo que el que quiera ser grande –el que quiera gobernar de verdad–, que se haga servidor.
Jesús nos dice qué significa ser rey y gobernar. Lo mismo le dijeron los judíos, los romanos y los condenados junto a él en el suplicio de la cruz: "sálvate a ti mismo si eres el Mesías". Jesús no lo hizo y así los dejó desconcertados, pues para ellos el rey debía salvarse antes a sí mismo, luego a los demás. Aquellos, habituados al mando de hierro de emperadores y reyes, no entendían que el arte de gobernar se aprende amando con todo el corazón, donándose a los hermanos con toda el alma. Jesús con el delantal puesto en la Última Cena lavó los pies a los apóstoles, y al día siguiente subió a la Cruz. Con ese gesto supremo, el Señor estaba diciendo al mundo que el verdadero reinado es el del amor y el servicio. "Me amó y se entregó por mí", expresaba san Pablo emocionado, reconociendo que ahora era Jesús el rey que gobernaba su vida.
No es el mejor líder, administrador o gerente de una empresa el que tiene los mejores currículos universitarios. No es el mejor párroco el que tiene doctorado en teología. El que gobierna mejor es aquel que, además de ser competente es, sobre todo, cercano a su gente. El que tiene virtudes de servicio, dotes de humildad, instintos de solidaridad con la gente que trabaja. El verdadero rey es el que sabe dar palabras de aliento y anima a los demás; el que promueve a las personas y crea comunión dentro de la familia, la empresa o la parroquia.
No es el mejor cabeza de familia el que es gran proveedor de bienes materiales, sino el que sabe estar con su cónyuge y sus hijos en momentos oscuros y felices, dando tiempo de calidad; el que sabe escuchar, comprender, consolar y proteger a los suyos. El que corrige con suavidad y sin humillar al otro. El que evita la violencia y la palabra hiriente, el que conduce a los demás a Dios. Ese es el verdadero gobernador de su hogar.
En esta solemnidad de Cristo Rey vayamos con Jesús por el camino de la donación y del servicio. Es el camino que lleva a la victoria, el camino para reinar con Él.
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