La gente del toro es gente muy intensa. Quienes viven alrededor de ese magnífico animal, el toro de lidia, son todo pasión, todo sentimiento, san toreros, ganaderos, apoderados, subalternos, cronistas, empresarios o simples aficionados a la fiesta. Yo pertenezco a esta última categoría. Decirlo es enfrentar las iras de quienes consideran que el toreo no es arte, sino inhumana crueldad. Respeto su opinión -todas las opiniones las respeto-, pero no dejan de intrigarme aquellos que no advierten que desde su más temprana historia el hombre ha aprovechado a los animales conforme a su naturaleza.
Fue Horacio, creo, o Cicerón, quien escribió lo que en mi cita se vuelve latinajo, y quizá, para colmo, mal citado: "Equus vehendi causa; bos arandi; canis custodiendi...". El caballo es para transportarnos; el buey para arar la tierra; el perro para cuidar nuestra casa... Pues bien: en el instinto del toro de lidia, en su naturaleza, está el embestir, y eso lo han aprovechado los humanos desde su prehistoria para crear profundos símbolos que tienen que ver con la lucha del hombre contra la naturaleza, del bien contra el mal, del espíritu contra la materia.
Pocas creaciones de la cultura humana han dado origen a tan ricas manifestaciones de arte como la tauromaquia, lo mismo en la literatura que en la música, la poesía, la danza o la pintura. Algo, entonces, debe haber en ella de hondamente humano.
Ahora, desde el punto de vista -digamos- ecológico, si la fiesta de toros desapareciera con ella desaparecería esa criatura majestuosa, una de las más bellas del reino animal, que es el toro de lidia. Su destino sería el rastro, y luego la extinción total. Por su muerte en el ruedo el toro sigue vivo. Ésta es paradoja extraña, pero cierta.
Digo todo esto porque hace algunos días tuve el privilegio de encontrarme en Juriquilla, Querétaro, con mujeres y hombres generosos que, a pesar de todos los pesares, enfrentando dificultades de todo orden, siguen dedicándose a la noble tarea de criar reses bravas. Ese quehacer se lleva en el corazón, no en los cálculos que se hacen con la cabeza o con la sumadora. Muchos de ellos pertenecen a familias que llevan ya más de cinco generaciones de vivir con el toro -no del toro- en la dehesa y en el tentadero.
Respeto a los enemigos de la fiesta, pero no comparto su inquina contra ella, manifestada muchas veces en modo atrabiliario, y aun en ocasiones violento. Los invito respetuosamente a que la conozcan. Quizá llegarían a sentir su misterio, su belleza. También, si tal fuera posible, les solicitaría que hablaran con el toro. Seguramente el noble y bravo animal les diría que prefiere morir en el esplendor del ruedo y no en la sordidez del rastro.
Armando Fuentes Aguirre (Catón)
Fue Horacio, creo, o Cicerón, quien escribió lo que en mi cita se vuelve latinajo, y quizá, para colmo, mal citado: "Equus vehendi causa; bos arandi; canis custodiendi...". El caballo es para transportarnos; el buey para arar la tierra; el perro para cuidar nuestra casa... Pues bien: en el instinto del toro de lidia, en su naturaleza, está el embestir, y eso lo han aprovechado los humanos desde su prehistoria para crear profundos símbolos que tienen que ver con la lucha del hombre contra la naturaleza, del bien contra el mal, del espíritu contra la materia.
Pocas creaciones de la cultura humana han dado origen a tan ricas manifestaciones de arte como la tauromaquia, lo mismo en la literatura que en la música, la poesía, la danza o la pintura. Algo, entonces, debe haber en ella de hondamente humano.
Ahora, desde el punto de vista -digamos- ecológico, si la fiesta de toros desapareciera con ella desaparecería esa criatura majestuosa, una de las más bellas del reino animal, que es el toro de lidia. Su destino sería el rastro, y luego la extinción total. Por su muerte en el ruedo el toro sigue vivo. Ésta es paradoja extraña, pero cierta.
Digo todo esto porque hace algunos días tuve el privilegio de encontrarme en Juriquilla, Querétaro, con mujeres y hombres generosos que, a pesar de todos los pesares, enfrentando dificultades de todo orden, siguen dedicándose a la noble tarea de criar reses bravas. Ese quehacer se lleva en el corazón, no en los cálculos que se hacen con la cabeza o con la sumadora. Muchos de ellos pertenecen a familias que llevan ya más de cinco generaciones de vivir con el toro -no del toro- en la dehesa y en el tentadero.
Respeto a los enemigos de la fiesta, pero no comparto su inquina contra ella, manifestada muchas veces en modo atrabiliario, y aun en ocasiones violento. Los invito respetuosamente a que la conozcan. Quizá llegarían a sentir su misterio, su belleza. También, si tal fuera posible, les solicitaría que hablaran con el toro. Seguramente el noble y bravo animal les diría que prefiere morir en el esplendor del ruedo y no en la sordidez del rastro.
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