El hombre entró a la Misión de Guadalupe minutos antes de iniciar la Eucaristía matinal. A una religiosa le dijo que venía a quitarse la vida. La hermana trató de disuadirlo pero el hombre se dirigió a la sacristía y subió rápidamente al segundo piso donde se encerró en un salón. Sacó medio cuerpo por la ventana y con fuerte voz comenzó a pregonar su inminente suicidio. Pronto llegaron policías para tratar de disuadirlo, pero aquel individuo les gritaba groserías. Cuarenta minutos después hicieron presencia los bomberos quienes colocaron su escalera hacia aquella habitación donde estaba el energúmeno. Éste, al verlos cerca, rompió todos los cristales; luego trató de escapar abriendo la puerta, donde ya lo esperaba la policía. Mientras tanto la Santa Misa debió ser suspendida.
Al día siguiente durante las primeras misas dominicales se presentaron algunos incidentes con raros personajes. Entre ellos entró un individuo vestido con una peluca de color azul, de apariencia muy extraña. Durante la celebración permaneció en la parte posterior del templo donde inició una trifulca con otro feligrés al que sujetó del cuello y comenzó a estrangular. Un grupo de personas intervino para separarlos y echar fuera al estrambótico sujeto. Aunque los templos en los centros históricos suelen ser refugio de menesterosos, pícaros y pedigüeños –y estamos acostumbrados a ellos–, estos hechos, a los sacerdotes que servimos en nuestra catedral, nos han parecido absolutamente extraños.
No deja de ser un interrogante por qué ocurren perturbaciones al culto divino, y por qué a veces se acosa a los pregoneros del mensaje de la victoria de Cristo. ¿Qué tiene el amor de Dios que suscita tanto rechazo? Lo que hicieron con san Pablo aquellos judíos que le dejaron caer una lluvia de piedras por predicar a Jesucristo, y después lo arrastraron creyéndolo muerto, nos parece salvaje e inaudito. (Hch 14,19-20).
En la Última Cena Jesús, con el corazón abierto a sus apóstoles, les dio una razón de su propio sufrimiento. Les dijo: "Se acerca el príncipe de este mundo. Y aunque no tiene poder sobre mí, tiene que ser así para que el mundo sepa que amo al Padre y que cumplo la misión que me encomendó" (Jn 14,30-31). Este razonamiento del Señor lo podemos extender a nuestras propias vidas. Muchas veces el dolor que se causa a los cristianos tiene su última explicación en el odio que el enemigo de Dios tiene a la humanidad.
Hace unos días llegó un joven de 22 años a la Catedral a pedir ayuda. Tenía perturbaciones espirituales severas. Entraba en trances en los que desaparecía su personalidad para convulsionar, contorsionarse, arrojarse por el suelo y arrastrarse como una alimaña; profería toda clase de blasfemias y groserías, y hablaba en lenguas extrañas. En esas crisis adquiría tal fuerza descomunal que ni entre varios hombres podían sujetarlo. Semanas antes el muchacho, en su desesperación por decepciones sentimentales, había invocado al diablo para que viniera a ayudarle. Había hecho oraciones a Satanás entregándole su alma con ruegos y súplicas hasta que el diablo vino a él, pero no para cumplirle sus caprichos, sino para atormentarlo.
"Mi paz les dejo, mi paz les doy, pero no como la da el mundo. ¡No se inquieten ni teman!" (Jn 14,27). Las palabras de Jesús nos dan fortaleza y consuelo en los momentos de perturbaciones y de tribulación. Mientras que el mundo y su príncipe nos invitan a hacer pactos y componendas con el mal, haciéndonos creer que de esa manera aseguramos la paz, el Señor nos enseña que la verdadera paz, la que viene de Él, tiene su origen en el combate espiritual. Sabemos que la victoria de Cristo está asegurada. Mientras tanto nos podrán apedrear como a san Pablo, pero hemos de ponernos de pie una y otra vez, a ejemplo del apóstol, para seguir predicando el Evangelio de la salvación. No importa que el enemigo rechine sus dientes de rabia.
Al día siguiente durante las primeras misas dominicales se presentaron algunos incidentes con raros personajes. Entre ellos entró un individuo vestido con una peluca de color azul, de apariencia muy extraña. Durante la celebración permaneció en la parte posterior del templo donde inició una trifulca con otro feligrés al que sujetó del cuello y comenzó a estrangular. Un grupo de personas intervino para separarlos y echar fuera al estrambótico sujeto. Aunque los templos en los centros históricos suelen ser refugio de menesterosos, pícaros y pedigüeños –y estamos acostumbrados a ellos–, estos hechos, a los sacerdotes que servimos en nuestra catedral, nos han parecido absolutamente extraños.
No deja de ser un interrogante por qué ocurren perturbaciones al culto divino, y por qué a veces se acosa a los pregoneros del mensaje de la victoria de Cristo. ¿Qué tiene el amor de Dios que suscita tanto rechazo? Lo que hicieron con san Pablo aquellos judíos que le dejaron caer una lluvia de piedras por predicar a Jesucristo, y después lo arrastraron creyéndolo muerto, nos parece salvaje e inaudito. (Hch 14,19-20).
En la Última Cena Jesús, con el corazón abierto a sus apóstoles, les dio una razón de su propio sufrimiento. Les dijo: "Se acerca el príncipe de este mundo. Y aunque no tiene poder sobre mí, tiene que ser así para que el mundo sepa que amo al Padre y que cumplo la misión que me encomendó" (Jn 14,30-31). Este razonamiento del Señor lo podemos extender a nuestras propias vidas. Muchas veces el dolor que se causa a los cristianos tiene su última explicación en el odio que el enemigo de Dios tiene a la humanidad.
Hace unos días llegó un joven de 22 años a la Catedral a pedir ayuda. Tenía perturbaciones espirituales severas. Entraba en trances en los que desaparecía su personalidad para convulsionar, contorsionarse, arrojarse por el suelo y arrastrarse como una alimaña; profería toda clase de blasfemias y groserías, y hablaba en lenguas extrañas. En esas crisis adquiría tal fuerza descomunal que ni entre varios hombres podían sujetarlo. Semanas antes el muchacho, en su desesperación por decepciones sentimentales, había invocado al diablo para que viniera a ayudarle. Había hecho oraciones a Satanás entregándole su alma con ruegos y súplicas hasta que el diablo vino a él, pero no para cumplirle sus caprichos, sino para atormentarlo.
"Mi paz les dejo, mi paz les doy, pero no como la da el mundo. ¡No se inquieten ni teman!" (Jn 14,27). Las palabras de Jesús nos dan fortaleza y consuelo en los momentos de perturbaciones y de tribulación. Mientras que el mundo y su príncipe nos invitan a hacer pactos y componendas con el mal, haciéndonos creer que de esa manera aseguramos la paz, el Señor nos enseña que la verdadera paz, la que viene de Él, tiene su origen en el combate espiritual. Sabemos que la victoria de Cristo está asegurada. Mientras tanto nos podrán apedrear como a san Pablo, pero hemos de ponernos de pie una y otra vez, a ejemplo del apóstol, para seguir predicando el Evangelio de la salvación. No importa que el enemigo rechine sus dientes de rabia.
San Miguel, a combatido innumerable veces contra el enemigo, Satanás está entrando a la casa del señor usted ya no se lo permita,
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