Con más de 1253 millones de bautizados, nunca antes en la historia la Iglesia Católica había tenido tan gran número de fieles. Extendida prácticamente en todos los confines de la tierra, los católicos somos el 17 % de la población del planeta. Hombres de toda raza, lengua, cultura y nación integramos esta gran familia espiritual en donde compartimos la dignidad de ser hijos del Padre, salvados por Jesucristo y conducidos por el Espíritu. Nos mantenemos unidos gracias a la figura del papa, el sucesor del apóstol san Pedro quien, en comunión con los obispos del mundo, predica la enseñanza perenne de Jesús de Nazaret, Dios que se hizo hombre.
Pareciera que el papa Francisco, con estas cifras del número de católicos, fuera el hombre más poderoso del mundo. Pero las cifras son engañosas. Porque hay muchos católicos que, en realidad, no están dentro de la Iglesia viviendo según su doctrina y empeñándose a vivir según sus normas morales. Son católicos que sólo recibieron el bautismo y que quizá un día regresarán a la iglesia cuando los lleven con los pies por delante, encerrados en un cajón. Así que hay muchos bautizados que escapan a la influencia del papa.
A pesar de ello, desde los viajes papales de Juan Pablo II y gracias a los medios de comunicación y redes sociales, el papa se ha constituido, entre los líderes mundiales, como el más importante. A diferencia del poder que tiene cualquier líder político que propone sólo asuntos de economía y programas sociales, o de una estrella del rock que enciende emociones a través del espectáculo, la palabra y el poder del papa llegan hasta lo profundo del corazón, avivan la esperanza sobrenatural y nos dicen cómo hemos de vivir la vida para ir al Cielo. Es algo que ningún líder mundial puede hacer.
No sólo eso. El papa ejerce un influjo muy grande en los asuntos internacionales. Recordamos el peso de la palabra de Juan Pablo II para que se viniera abajo la Cortina de Hierro en el año 1989, el establecimiento de las relaciones entre Cuba y Estados Unidos o una mejora en el entendimiento entre grupos palestinos y el Estado de Israel. Bastó que el papa Francisco convocara a una jornada mundial de oración en 2013 para que se desmantelara la invasión de Estados Unidos a Siria.
Basta ver el poder de convocatoria que tiene el sucesor de san Pedro para quedar boquiabiertos. Hacia Roma acuden anualmente alrededor de 18 millones de peregrinos del todo el mundo para hacer la profesión de su fe católica delante de la tumba del pescador de Galilea, y para ver y escuchar la palabra de su sucesor, el papa. Las Jornadas Mundiales de la Juventud y las misas durante los viajes papales han reunido a las multitudes más numerosas de la historia, tal como fue la misa de despedida de Francisco en Filipinas, en enero de 2015, donde se congregaron más de seis millones de personas.
Los protestantes suelen indignarse al ver las oleadas de entusiasmo que provoca una visita papal. Alegan que ellos no siguen a ningún hombre, sino sólo a Jesucristo. A los agnósticos y ateos les molesta también la agitación y el fervor en torno al sucesor de san Pedro. Para ellos representa una figura del pasado, una pieza de museo que nada puede aportar a los tiempos actuales. Sin embargo ahí está el papa, primer líder mundial, amado por unos y odiado por otros; misterio y piedra de tropiezo que evoca a aquel Niño que un día entró en el Templo de Jerusalén y ante cuya presencia un anciano lo tomó en brazos y le dijo a la madre: “Este niño será causa de caída y de elevación para muchos en Israel; será signo de contradicción”.
El papa logra hacer lo que ningún de los jefes de estado: dar sentido a la vida, destapar horizontes del alma, hacer sentir que podemos tener confianza en el futuro y que la vida de todo hombre, por más insignificante que sea, es grandiosa en su dignidad e inmensamente amada por Dios. Más que ejercer un poder político al estilo de quienes gobiernan las naciones, el papa presta un servicio para mantener unidos a esos 1,253 millones de católicos. “Apacienta a mis ovejas”, dijo Jesús al primero de los papas. Desde entonces, cada sucesor de san Pedro es el primer cristiano que ofrece un testimonio de Jesucristo resucitado en el mundo; es el delegado por el Fundador de la Iglesia para que la fe católica sea creída, se mantenga viva y permanezca incólume en su identidad.
Por eso la mayoría de los católicos mexicanos nos sentimos profundamente honrados con la visita de su Santidad Francisco en México y lo esperamos con el corazón abierto.
Pareciera que el papa Francisco, con estas cifras del número de católicos, fuera el hombre más poderoso del mundo. Pero las cifras son engañosas. Porque hay muchos católicos que, en realidad, no están dentro de la Iglesia viviendo según su doctrina y empeñándose a vivir según sus normas morales. Son católicos que sólo recibieron el bautismo y que quizá un día regresarán a la iglesia cuando los lleven con los pies por delante, encerrados en un cajón. Así que hay muchos bautizados que escapan a la influencia del papa.
A pesar de ello, desde los viajes papales de Juan Pablo II y gracias a los medios de comunicación y redes sociales, el papa se ha constituido, entre los líderes mundiales, como el más importante. A diferencia del poder que tiene cualquier líder político que propone sólo asuntos de economía y programas sociales, o de una estrella del rock que enciende emociones a través del espectáculo, la palabra y el poder del papa llegan hasta lo profundo del corazón, avivan la esperanza sobrenatural y nos dicen cómo hemos de vivir la vida para ir al Cielo. Es algo que ningún líder mundial puede hacer.
No sólo eso. El papa ejerce un influjo muy grande en los asuntos internacionales. Recordamos el peso de la palabra de Juan Pablo II para que se viniera abajo la Cortina de Hierro en el año 1989, el establecimiento de las relaciones entre Cuba y Estados Unidos o una mejora en el entendimiento entre grupos palestinos y el Estado de Israel. Bastó que el papa Francisco convocara a una jornada mundial de oración en 2013 para que se desmantelara la invasión de Estados Unidos a Siria.
Basta ver el poder de convocatoria que tiene el sucesor de san Pedro para quedar boquiabiertos. Hacia Roma acuden anualmente alrededor de 18 millones de peregrinos del todo el mundo para hacer la profesión de su fe católica delante de la tumba del pescador de Galilea, y para ver y escuchar la palabra de su sucesor, el papa. Las Jornadas Mundiales de la Juventud y las misas durante los viajes papales han reunido a las multitudes más numerosas de la historia, tal como fue la misa de despedida de Francisco en Filipinas, en enero de 2015, donde se congregaron más de seis millones de personas.
Los protestantes suelen indignarse al ver las oleadas de entusiasmo que provoca una visita papal. Alegan que ellos no siguen a ningún hombre, sino sólo a Jesucristo. A los agnósticos y ateos les molesta también la agitación y el fervor en torno al sucesor de san Pedro. Para ellos representa una figura del pasado, una pieza de museo que nada puede aportar a los tiempos actuales. Sin embargo ahí está el papa, primer líder mundial, amado por unos y odiado por otros; misterio y piedra de tropiezo que evoca a aquel Niño que un día entró en el Templo de Jerusalén y ante cuya presencia un anciano lo tomó en brazos y le dijo a la madre: “Este niño será causa de caída y de elevación para muchos en Israel; será signo de contradicción”.
El papa logra hacer lo que ningún de los jefes de estado: dar sentido a la vida, destapar horizontes del alma, hacer sentir que podemos tener confianza en el futuro y que la vida de todo hombre, por más insignificante que sea, es grandiosa en su dignidad e inmensamente amada por Dios. Más que ejercer un poder político al estilo de quienes gobiernan las naciones, el papa presta un servicio para mantener unidos a esos 1,253 millones de católicos. “Apacienta a mis ovejas”, dijo Jesús al primero de los papas. Desde entonces, cada sucesor de san Pedro es el primer cristiano que ofrece un testimonio de Jesucristo resucitado en el mundo; es el delegado por el Fundador de la Iglesia para que la fe católica sea creída, se mantenga viva y permanezca incólume en su identidad.
Por eso la mayoría de los católicos mexicanos nos sentimos profundamente honrados con la visita de su Santidad Francisco en México y lo esperamos con el corazón abierto.
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