jueves, 28 de enero de 2016

A la muerte de David Bowie

Con la muerte de David Bowie, ocurrida el domingo pasado, he recordado que, cuando era adolescente, algunos de mis amigos gustaban a ir a conciertos de rock en El Paso Texas. Escuchaba sus comentarios sobre grupos como ‘Rolling Stones’, ‘The Who’, ‘Black Sabbath’, ‘Judas Priest’, ‘Kiss’, ‘AC DC’, ‘Led Zeppelin’ o ‘Pink Floyd’. Nunca quise acompañarlos simplemente porque jamás sentí el mínimo atractivo por el rock. De hecho hasta hoy, en mi vida nunca ha podido escuchar completa una canción de ese género. Cuando sintonizo alguna estación de radio y comienza a sonar algo de rock and roll, cambio de estación instintivamente. Lo hago porque hay algo en el ritmo que me repugna.

Decía Platón en La República que la música es un instrumento más poderoso que cualquier otro, que el ritmo y la armonía llegan hasta lo profundo del alma donde poderosamente se sujetan. Y ahí la música puede impartir gracia; a la persona educada la hace atractiva y elegante. La música –señalaba el filósofo– es una educación que puede hacer más perceptiva el alma y más capaz de detectar las faltas en el arte y en la naturaleza. La buena música tiende a hacer del hombre alguien más noble y bueno.

Pero también Platón señalaba los peligros de la ‘anti-música’, la perversión de los ritmos para estimular los humores del cuerpo y desafiar a las musas. Las consecuencias serían una reacción moral en cadena que desquiciaría a la sociedad e invertiría la virtud. Los antiguos sacerdotes de la diosa Cibeles producían música átona y desordenada cuyo ideal era contrario al ideal de la república. Desde ahí comenzó a incubarse el reino etéreo de David Bowie y Michael Jackson.

El papa Benedicto XVI, reflexionando sobre la música en su libro ‘El espíritu de la Liturgia’, señalaba que mientras la música pop está considerada como fenómeno de masas, el rock desata las pasiones elementales y en el fondo es una oposición al culto cristiano. En los conciertos de rock las personas se liberan de ellas mismas, y mientras que chocan el ritmo, el ruido estridente y los efectos especiales de iluminación los participantes derriban las barreras de su ser individual para tratar de fundirse en el todo mediante un éxtasis de ruido y de masa. Si añadimos las drogas que abundan en esos conciertos, entonces nos damos cuenta de que el rock es capaz de dislocar y anular a la persona.

Puede ser que estas reflexiones no gusten a quienes son amantes del rock. Mi amigo Fernando Calzada, a quien Dios llamó a su presencia en julio de 2015, nunca hubiera estado de acuerdo conmigo. Le gustaba Bob Dylan al cual yo sigo sin soportar. Pero también se fascinaba con Mozart y Bach, y en eso sí coincidíamos.

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