En estos días me he enfrascado en algunas polémicas a través de Twitter con algunos incrédulos que navegan por las redes sociales haciendo pompa de su ateísmo. Aunque un poco de esgrima mental me ayuda a saber dar razones de mi fe, al final termino un poco fastidiado porque se trata de polémicas estériles. Comenzamos hablando de la existencia de Dios y algunos de ellos sacándole al Vaticano sus trapitos al sol: que si el oro de los vasos sagrados, que si las riquezas de la Iglesia, que si Galileo y la ciencia, que si los curas pedófilos y blablablá.
Sin embargo no puedo evitar hacerme la pregunta de por qué aumenta, en el mundo, el número de no creyentes. Muchos dicen que por el avance de la ciencia. Esto puede ser cierto, aunque la ciencia y Dios no tienen porqué estar de pleito. Otros afirman que se debe a las embestidas del secularismo que pretende construir el futuro solamente con las fuerzas humanas, sin contar con el mundo sobrenatural. Cierto también. Pero me atrevo a decir que existe una razón menos conocida: Dios desaparece de la vida de la gente porque estamos construyendo una sociedad ‘despadrada’.
Me explico. Hay un deseo en todo corazón humano de ver a Dios. No podemos reprimirlo. Está en el origen de nuestro ser. Las personas que se enteran que son hijos de adopción, sienten un inmenso deseo por encontrar a sus padres. He conocido a algunas personas que fueron abandonadas por su padre al que nunca conocieron, y aunque acumularon un fuerte resentimiento contra él, su mayor anhelo era hallarlo, aunque sólo fuera para verlo por un momento, darle un abrazo y luego desaparecer para siempre.
Hoy cada vez más hijos son criados por únicamente uno de sus padres, y la mayoría de ellos lo hace con la madre. La figura paterna está ausente en la vida de muchas personas, sea por el abandono y la irresponsabilidad del varón, o bien porque la legislación favorece más a la madre que al padre, en caso de divorcio, para la crianza de los hijos. El resultado es que la sociedad está más desequilibrada por esta pérdida de la figura paterna.
Quizá a muchos de los ateíllos que por ahí navegan en las aguas del internet les hizo falta conocer a su padre para creer en Dios. Una sociedad sin padres, dice Cantalamessa, se aviene fácilmente con una religión sin Padre. “Hoy tenemos que decir que el gran desconocido es el Padre. Más aún que desconocido: ¡rechazado! La llamada ‘teología de la muerte de Dios’, tan en auge allá por los años 70, era en realidad una teología de la muerte del Padre (en él se pensaba al decir ‘Dios’)”.
No quiero terminar este artículo sin rendir homenaje a un hombre de Dios. Partió a la Casa del Padre hace unos días, en la víspera de la Santísima Trinidad, la gran fiesta del misterio de Dios. Su vida fue pregonar el amor de Dios Padre por todo el mundo a través de la Misión que él fundó. Hombre de casi dos metros de altura, con un timbre de voz privilegiado, de penetrantes ojos azules y personalidad imponente, marcado por una honda humildad, John Rick Miller fue un santo de nuestros tiempos, una ventana por la que Dios dejó ver su luz en la oscuridad de nuestro mundo.
Este pregonero del amor divino que radicaba en Londres llevó el mensaje del amor de Dios nuestro Padre a los más altos ejecutivos de grandes corporaciones mundiales y jefes de Estado, así como al pueblo cristiano sencillo de todos los países que visitó. El ex presidente Felipe Calderón le había concedido una audiencia de 20 minutos, y aquella conversación sobre el amor de Dios se prolongó a más de dos horas. A John lo vimos en el cine –en la película-documental ‘Tierra de María’ de Juan Manuel Cotelo– y tuvimos el privilegio de escucharlo dos veces en Ciudad Juárez.
John Rick Miller fue un hombre que despertó en cientos de miles de personas la nostalgia por el Padre celestial. Cuando predicó en la parroquia Divina Providencia, explicaba que uno de los últimos descubrimientos en la imagen de la Virgen de Guadalupe era la música. Lo descubrió el investigador Fernando Ojeda Llanes cuando aplicó su modelo matemático en la imagen de la Guadalupana y obtuvo las notas musicales por la posición de las estrellas en el manto. Aquella mañana John Rick nos hizo escuchar esa melodía sublime y misteriosa que hizo llorar a la asamblea. “¿Saben por qué ustedes están llorando?”, preguntó. Y dijo: “Porque esa música les recuerda que ustedes son hijos de nuestro Padre Dios”.
Doy gracias a Dios por haberlo conocido y, sobre todo, por haberme motivado a consagrar mi vida a los Sagrados Corazones de Jesús y de María. No he conocido vehículo más seguro para que esta aventura, la de buscar el rostro del Padre, llegue a buen fin.
Sin embargo no puedo evitar hacerme la pregunta de por qué aumenta, en el mundo, el número de no creyentes. Muchos dicen que por el avance de la ciencia. Esto puede ser cierto, aunque la ciencia y Dios no tienen porqué estar de pleito. Otros afirman que se debe a las embestidas del secularismo que pretende construir el futuro solamente con las fuerzas humanas, sin contar con el mundo sobrenatural. Cierto también. Pero me atrevo a decir que existe una razón menos conocida: Dios desaparece de la vida de la gente porque estamos construyendo una sociedad ‘despadrada’.
Me explico. Hay un deseo en todo corazón humano de ver a Dios. No podemos reprimirlo. Está en el origen de nuestro ser. Las personas que se enteran que son hijos de adopción, sienten un inmenso deseo por encontrar a sus padres. He conocido a algunas personas que fueron abandonadas por su padre al que nunca conocieron, y aunque acumularon un fuerte resentimiento contra él, su mayor anhelo era hallarlo, aunque sólo fuera para verlo por un momento, darle un abrazo y luego desaparecer para siempre.
Hoy cada vez más hijos son criados por únicamente uno de sus padres, y la mayoría de ellos lo hace con la madre. La figura paterna está ausente en la vida de muchas personas, sea por el abandono y la irresponsabilidad del varón, o bien porque la legislación favorece más a la madre que al padre, en caso de divorcio, para la crianza de los hijos. El resultado es que la sociedad está más desequilibrada por esta pérdida de la figura paterna.
Quizá a muchos de los ateíllos que por ahí navegan en las aguas del internet les hizo falta conocer a su padre para creer en Dios. Una sociedad sin padres, dice Cantalamessa, se aviene fácilmente con una religión sin Padre. “Hoy tenemos que decir que el gran desconocido es el Padre. Más aún que desconocido: ¡rechazado! La llamada ‘teología de la muerte de Dios’, tan en auge allá por los años 70, era en realidad una teología de la muerte del Padre (en él se pensaba al decir ‘Dios’)”.
No quiero terminar este artículo sin rendir homenaje a un hombre de Dios. Partió a la Casa del Padre hace unos días, en la víspera de la Santísima Trinidad, la gran fiesta del misterio de Dios. Su vida fue pregonar el amor de Dios Padre por todo el mundo a través de la Misión que él fundó. Hombre de casi dos metros de altura, con un timbre de voz privilegiado, de penetrantes ojos azules y personalidad imponente, marcado por una honda humildad, John Rick Miller fue un santo de nuestros tiempos, una ventana por la que Dios dejó ver su luz en la oscuridad de nuestro mundo.
Este pregonero del amor divino que radicaba en Londres llevó el mensaje del amor de Dios nuestro Padre a los más altos ejecutivos de grandes corporaciones mundiales y jefes de Estado, así como al pueblo cristiano sencillo de todos los países que visitó. El ex presidente Felipe Calderón le había concedido una audiencia de 20 minutos, y aquella conversación sobre el amor de Dios se prolongó a más de dos horas. A John lo vimos en el cine –en la película-documental ‘Tierra de María’ de Juan Manuel Cotelo– y tuvimos el privilegio de escucharlo dos veces en Ciudad Juárez.
John Rick Miller fue un hombre que despertó en cientos de miles de personas la nostalgia por el Padre celestial. Cuando predicó en la parroquia Divina Providencia, explicaba que uno de los últimos descubrimientos en la imagen de la Virgen de Guadalupe era la música. Lo descubrió el investigador Fernando Ojeda Llanes cuando aplicó su modelo matemático en la imagen de la Guadalupana y obtuvo las notas musicales por la posición de las estrellas en el manto. Aquella mañana John Rick nos hizo escuchar esa melodía sublime y misteriosa que hizo llorar a la asamblea. “¿Saben por qué ustedes están llorando?”, preguntó. Y dijo: “Porque esa música les recuerda que ustedes son hijos de nuestro Padre Dios”.
Doy gracias a Dios por haberlo conocido y, sobre todo, por haberme motivado a consagrar mi vida a los Sagrados Corazones de Jesús y de María. No he conocido vehículo más seguro para que esta aventura, la de buscar el rostro del Padre, llegue a buen fin.
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