La beatificación de monseñor Romero, obispo de San Salvador, ha incomodado a algunos dentro de la Iglesia. Quienes creen que el beato era un obispo comunista, promotor de la teología de la liberación marxista, no les ha entusiasmado su llegada a los altares. Pero Romero no fue marxista ni teólogo de la liberación. Fue simplemente un pastor valiente –por cierto muy cercano al Opus Dei– que habló fuerte a favor de su pueblo cuando las circunstancias de injusticia se lo exigieron. Su conciencia no le permitía callar. Acusarlo de ser un obispo rojo es tan absurdo como acusar a la beata Teresa de Calcuta de ser una religiosa capitalista por dedicarse a servir a los pobres desechados por el imperio del dinero. Ambos fueron fieles a Jesús y todo lo hicieron por amor a Él. Uno denunciando la injusticia, otra sirviendo al Señor en los pobres.
La tarde del domingo 15 de diciembre fue dramática en la Catedral. El padre Rafael Saldívar, vicario parroquial, se debatía por la tarde entre la vida y la muerte por una baja en su presión arterial. Al padre Arturo, vicario también, y a mí, nos tocó auxiliarlo y trasladarlo al hospital. Desafortunadamente el padre llegó sin vida a la clínica. Hace ocho años recibí al padre Rafael como vicario de catedral para su integración al trabajo pastoral. El martes 17 de diciembre lo recibí dentro de su ataúd en la puerta del templo. Aquel mandato de Jesús a sus sacerdotes: "id por todo el mundo a predicar al Evangelio" de pronto se transformó en "vengan benditos de mi Padre". Después de estos años de haber caminado juntos en las labores de la parroquia, doy gracias a Dios por el servicio que prestó a la Iglesia así como por la relación fraterna y amistosa que tuvimos. Recibimos su cuerpo sin vida iniciando las ferias mayores del Adviento, leyendo la genealogía de Jesucristo...
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