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Cuando la pandemia nos toque


Hay luto en la ciudad. La muerte ha visitado a numerosas familias. El rostro sombrío del Hades ronda especialmente en los hospitales donde también médicos y enfermeros, que luchan por salvar vidas, han terminado contagiados y algunos de ellos han perdido la batalla. Para las personas que mueren en casa no hay funeraria que los atienda y los cadáveres se pueden quedar hasta dos días dentro del hogar. Hay miedo a contaminarse, miedo a presentar dificultades para respirar y de que no haya hospital con camas disponibles.

El dolor se multiplica cuando a un contagiado de Covid-19 se lo llevan al sanatorio. Muchos ya no regresan y se marchan sin tiempo para la despedida. A la familia se le avisa del estado del paciente y cuando les dan la noticia de que le será colocado un respirador, las esperanzas se derrumban porque saben que sólo dos de cada diez personas intubadas viven para contarlo. Los enfermos mueren solos, deseando quizá que algún médico o enfermera les brinde alguna palabra de aliento y esperanza. Son también varios los sacerdotes y diáconos infectados con coronavirus, y algunos de ellos están en estado delicado.

En medio de esta situación dramática que vivimos, muchas personas se preguntan por el sentido de la pandemia y, sobre todo, por la aparente ausencia de Dios en ella. Parece que el cielo estuviera cerrado para tantas almas que suplican al Señor que les ayude. Muchos de ellos sienten a Dios ausente porque quizá casi nunca han tenido trato familiar con él a través de la oración. En cambio otros sienten su compañía y su bendición, aún en las circunstancias más desoladoras. Para ellos Dios es muy familiar porque tienen trato asiduo con Él.

El Covid-19 puede conducirnos por diversos caminos. Si se instala en nuestros cuerpos tengamos la certeza de que existe un propósito. Así nos lo enseña san Beda, el Venerable. El primer propósito puede ser aumentar nuestros méritos. Una enfermedad llevada con paciencia y amor a Dios, en la oración, como lo hizo el santo Job y los mártires de todos los tiempos, nos trae méritos para la vida eterna. Pero también el coronavirus nos puede hacer crecer en la humildad. Así san Pablo sintió que Satanás lo castigaba aguijoneando su carne para apaciguar su soberbia (2 Cor 12,7).

Hay personas que estando enfermas de Covid-19 reflexionan sobre su vida. En el confinamiento recapacitan para conocer sus pecados y deciden enmendarse, como sucedió al paralítico de Cafarnaúm. Al mismo tiempo y a semejanza del ciego de nacimiento (Jn 9), el virus puede entrar en una persona para que, más adelante, se manifieste en ella la gloria de Dios. Y por último una persona puede quedar infectada para su propia perdición, como Gestas, el ladrón crucificado junto a Jesús, que en medio de la prueba, maldecía a Dios.

En todo este panorama tan desolador, abramos el corazón a la esperanza sabiendo que la fe nos da la certeza de que Dios jamás nos abandona. Si su presencia nos ha guiado todos los días de la vida, preguntémonos: ¿nos abandonará Dios en el momento más decisivo de nuestra existencia, que es cuando pasamos a la eternidad? Por supuesto que no. Si Él se ha preocupado por nuestra salvación durante nuestro peregrinar por la vida, y nos ha enviado miles o millones de mensajes de amor para que nos arrepintamos y vayamos a su presencia, ¿cómo nos abandonará cuando estamos a punto de traspasar las fronteras hacia la vida eterna? Eso nunca.

Oremos por quienes en la ciudad están infectados de Covid-19. Son muchos, y muchos más de lo que imaginamos. Dios conceda a todos el regalo de la salud, y si esta pandemia nos llega a tocar, que nos encuentre con el alma en vela, como quien ama esperándole y espera amándole.

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