Al despedir a un grupo de seminaristas que partía hacia Roma para iniciar sus estudios teológicos, un viejo sacerdote de una diócesis de Estados Unidos comentaba: “Pobres muchachos, iniciaron su vocación enamorados de Dios y terminarán más enamorados de la Iglesia”. Esta frase no significa que no debamos amar a la Iglesia. Al contrario, el amor a Dios debe hacernos amar al Cuerpo Místico de Cristo con enorme caridad.
Lo que la frase ha querido expresar es una verdad dolorosa que se constata en el camino vocacional de algunos de nosotros, seminaristas y sacerdotes. Ingresamos al Seminario o nos ordenaron sacerdotes con el auténtico deseo de seguir a Jesús para ser ministros santos al servicio del Pueblo de Dios, pero con el paso del tiempo ese ideal se nos fue extinguiendo; nos quedamos con las formas y perdimos el fondo. Nos volvimos más funcionarios de una institución, que hombres de Dios y testigos del Resucitado.
El papa Francisco ha diagnosticado que existe en la Iglesia una enfermedad espiritual llamada ‘mundanidad espiritual’. Ésta, que “se esconde detrás de apariencias de religiosidad e incluso de amor a la Iglesia, es buscar, en lugar de la gloria del Señor, la gloria humana y el bienestar personal” (EG 93). Este mal es evidente cuando vemos el sacerdocio como un lugar de estatus social, al grado de llegar a avergonzarnos de la pobreza familiar y social de los propios orígenes. O bien, se manifiesta en el interés por saber quiénes ocupan los episcopados y puestos en las curias, en el servilismo a los obispos, en la fijación por los títulos y nombramientos, como si lo importante en la Iglesia fuera hacer carrera.
La mundanidad espiritual también aparece cuando se diluye nuestra identidad católica al ajustarnos a los criterios del mundo, cada vez más alejados del pensamiento de Jesús y de la Iglesia. Como ejemplo de fidelidad a Dios y resistencia a los criterios de este mundo, el papa Francisco en una de sus homilías, hablaba de Eleazar, cuya historia aparece en el segundo libro de los Macabeos. Eleazar, a sus 90 años, no cedió a comer carne de cerdo como le pedían sus ‘amigos mundanos’, quienes querían salvarle la vida. El anciano no quiso ser apóstata y adoptar el pensamiento único. Supo mantener su dignidad con nobleza y coherencia de vida, lo que lo llevó al martirio.
El que fuera obispo emérito de Washington ha sido acusado de abuso sexual de adolescentes durante sus primeros años como sacerdote. La noticia ha convulsionado a la Iglesia de Estados Unidos, que apenas estaba saliendo de una profunda crisis debida al mismo problema de los abusos. Hoy los laicos han perdido toda su confianza en los obispos. Muchos de estos creen que todavía vivimos en la época en que lo que decían era incuestionable y todos les creían. Hoy deben ganar la confianza de los fieles con acciones firmes, vida coherente y lenguaje claro.
¡Cuánto daño llega a hacer la mundanidad espiritual! Podemos aparentar que vivimos una vida cristiana y, al mismo tiempo, llegar a tener una vida oculta, lejos de Dios. Es la carcoma que destruye nuestra identidad cristiana, y es el peor daño que puede afectar a los laicos y, sobre todo, al clero. Oremos por los sacerdotes, para que, a pesar de nuestra pobreza y pequeñez, podamos reflejar al Buen Pastor, sobre todo con una vida humilde y santa.
Nuestros obispos, como principales guardianes de la salud espiritual de la porción del Pueblo de Dios a ellos encomendada, tienen la grave responsabilidad para detectar y corregir los síntomas; su falta de firmeza suele ser causa de graves daños. Oremos por ellos y por nuestros seminarios, donde al virus de la mundanidad le gusta incubarse. Si no se extirpa a tiempo, los daños a la fe del pueblo serán incalculables.
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