Jesús de Nazaret sabía la atención que los seres humanos prestamos a la comida. Por eso gustaba comer en casa de Lázaro y sus hermanas, o sentarse a la mesa con publicanos y pecadores. No por casualidad multiplicó los panes y los peces para las multitudes y estableció el banquete de la Santa Misa como el lugar, por excelencia, de su presencia en su Iglesia. Tampoco fue fortuito que preparara a sus amigos el pan y el pescado asado junto al lago. Así como muchas esposas cautivaron a sus maridos a través del estómago, el Señor nos conquistó por la comida. Se quedó en el pan y por eso la Eucaristía la entendemos mejor quienes nos gusta el placer de comer, de cocinar, de buscar alimentos saludables o de sentarnos a la mesa para compartir con la familia o los amigos.
Jesús superó a todos los cocineros de la historia. De su madre tuvo que aprender el arte de combinar los ingredientes para preparar los platos de su época. Sin embargo su técnica sorprendió a todos con el último manjar de su vida. La gente de su tiempo sabía lo que significaba asar, hornear, guisar y tal vez freír. Pero la gran novedad culinaria del Señor fue ‘transubstanciar’. Consistía en convertir al cocinero en el platillo mismo, con todo su cuerpo y su sangre. Eso nadie lo había hecho ni lo hará jamás. El secreto no lo compartiría ni siquiera con los mejores chefs de Le Cordon Bleu. Sólo a los Apóstoles les dio el poder hacerlo en su nombre. Y tendría que realizarse, no entre los vapores y aromas de los guisos de una cocina, sino en la atmósfera de silencio, oración y recogimiento de un templo.
‘Cocinar' este sagrado banquete es todo un reto para el sacerdote. También es un desafío para los comensales aprender los buenos modales, el vestir y las disposiciones, internas y externas, para que el festín eucarístico sea lo más nutritivo y sabroso posible. Hace algunas décadas la receta estaba en latín y los detalles eran muy minuciosos. Sin embargo no era una participación consciente y activa de los invitados en lo que ahí sucedía. Con el paso de los años se cayó en el extremo opuesto de celebrar la misa campechana y descuidadamente, introduciendo elementos fuera de la liturgia oficial. De esa manera el banquete eucarístico perdió el encanto de su dimensión sagrada. Hoy es necesario recuperar el equilibrio entre lo sagrado y lo humano, entre lo espontáneo y el decoro litúrgico, entre la naturaleza y la gracia de Dios.
El sentido cristiano de las comidas es prepararnos para la Eucaristía. Aunque hoy no es fácil reunirse en familia para comer, vale la pena hacer el esfuerzo para que, al menos, la familia se reúna una vez al día alrededor de la mesa para comer juntos. Si se hace una oración de bendición o de oración, la comida y convivencia será más enriquecida. Jesús tomó el pan y lo distribuyó. El hacerlo en familia es de gran ayuda para que en la familia haya buena convivencia y perdón y, por tanto, más unidad familiar.
Aunque mi nuevo régimen alimenticio me ha hecho una persona un poco más templada, me sigue fascinando disfrutar de todo lo que se sirve en la mesa. No pongo obstáculos cuando me invitan a alguna casa. Encantado voy. Benditas las mesas de nuestros hogares donde se come juntos; ahí es donde recibimos la fuerza para el camino, la amistad que mitiga las penas y abre a la alegría. Y es en la gran mesa del altar donde recibimos la luz, la fortaleza y la paz de Aquel que no se cansa de cocinar para nosotros, y de convertirse, él mismo, en el plato fuerte.
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