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La enfermedad de Luis Miguel puede ser la nuestra

Para la buena vida, orden y medida. (Sabiduría popular)
Al cantante Luis Miguel le afecta el tinnitus, un mal de oído que se ocasiona por la exposición prolongada a ruidos muy fuertes. Él mismo ha dicho que desde los nueve años de edad ha estado expuesto a altos niveles de sonido. Debe ser espantoso. Un amigo mío que ha sido DJ también lo padece. Quienes sufren de tinnitus escuchan permanentemente un zumbido o silbido sin una causa externa que lo provoque. Si el silencio es para el ser humano una fuente de equilibrio y de contacto con Dios, vivir en la escucha permanente de ruido debe ser un infierno. Oro por quienes, como Luis Miguel, padecen ese mal auditivo. Creo, sin embargo, que nuestra civilización, marcada por la presencia de ruido constante, de alguna manera nos hace padecer de tinnitus.

A veces la atmósfera del centro histórico de Ciudad Juárez --lugar donde yo habito--, repleta de grupos musicales, bailes, payasos, predicadores evangélicos y música ruidosa para atraer a los clientes a los comercios, me provoca un cierto malestar. Sin embargo entrar en la nave de la catedral y tomar asiento en una de las bancas, cerca de esa puerta misteriosa llamada sagrario, junto a la que arde una lámpara roja, es cruzar el umbral hacia el reino del silencio. Ahí se refugian las personas que, sedientas de serenidad y de paz, buscan el contacto con lo divino. No se trata de escapar del ruido de la calle por algún momento, sino de colocarse ante una presencia silenciosa. Dice Robert Sarah que “el silencio no es una ausencia; al contrario: se trata de la manifestación de una presencia, la presencia más intensa que existe”, presencia que da armonía a la vida.

El hombre más sabio de todos los tiempos, Jesús de Nazaret, vivía una vida plenamente equilibrada. No se dejaba arrastrar por las exigencias de la gente. Muchedumbres lo buscaban para pedirle curación para sus enfermos y exorcismo para los endemoniados, o para ser instruidos por sus enseñanzas. Sin embargo el Maestro sabía distribuir bien su tiempo: encuentros con la gente, descanso con sus apóstoles, compartir la amistad con sus amigos de Betania, formación de sus discípulos, soledad y recogimiento. Impresiona la cantidad de tiempo que dedicaba a orar. Como piadoso israelita, no sólo cumplía con las oraciones que debían hacerse durante el día, sino que dedicaba parte de la noche para estar a solas con el Padre celestial.

Muchas veces nuestras parroquias y comunidades religiosas están marcadas por el ruido de un activismo permanente. Se trabaja mucho, se reza poco. La misma vida del sacerdote o las comunidades religiosas pueden también padecer este mal. Los resultados suelen ser palabras que se lleva el viento, en los casos menos graves. La Eucaristía, que debe estar acompasada de momentos de hondo silencio, puede volverse un rito celebrado mecánicamente que no toca el corazón. “El oficio divino --decía Thomas Merton-- recitado sin recogimiento, sin entusiasmo ni fervor, o de manera irregular y esporádica, entibia el corazón y mata la virginidad de nuestro amor a Dios. Poco a poco nuestro ministerio sacerdotal puede convertirse en el trabajo de un pocero que horada pozos de agua muerta. Viviendo en un mundo de ruido y superficialidad decepcionamos a Dios y no somos capaces de escuchar la tristeza y las quejas de su corazón”.

Pienso que el infierno debe ser un lugar o un estado de permanente ruido ensordecedor donde los condenados y los demonios no encuentran el sosiego, una especie de tinnitus eterno. Muy por encima de esos lúgubres antros donde impera el caos, allá en las alturas del cielo, donde todo lo envuelve la dulce presencia de quien el ojo no vio ni el oído oyó, reina la paz y un silencio gozoso y profundo. Ahí las alabanzas sempiternas de los ángeles y de los santos alternan con densos silencios cargados de belleza y majestad.

¡Qué hermosamente se puede construir la vida buscando espacios de silencio! Levantarse por la mañana y vencer la tentación de consultar las notificaciones del teléfono celular, dar lugar a Dios sin dejarse absorber por la angustia del hacer cosas. Buscar al Señor y estar con Él. Luego, a través de la jornada reconstruir nuestra unión con Dios, que el mundo, con su permanente ruido, quiere destruir. Si cada acción y cada decisión de la vida brota de las regiones profundas del alma donde habita el Señor, nuestro día se convertirá en un himno para alabanza de su gloria, y la vida, puede transformarse en un poema de amor.

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