miércoles, 20 de diciembre de 2017

Cuidados en la hora de la muerte

En estos días previos a la Navidad, nuestra hermana religiosa María de Jesús, Misionera de Jesús Hostia, sufrió un aneurisma que la colocó al borde de la muerte. Luego de que la ambulancia la trasladara al hospital, su respiración se fue volviendo más difícil, por lo que tuvieron que colocarle un respirador artificial. Desde un principio los informes médicos fueron desalentadores: sus posibilidades de recuperación eran prácticamente nulas. El cerebro estaba bañado en sangre y, además, la fractura craneal que se produjo con el golpe de la caída también había afectado gravemente su masa encefálica.

En esas circunstancias flotaba la pregunta sobre qué tipo de cuidados habría de tener nuestra hermana, y surgió la duda sobre si sería adecuado de que el personal sanitario retirara el respirador para dejarla morir tranquila. Estos dilemas se presentan en muchas familias que tienen enfermos terminales. Incluso en las conciencias más claras surgen conflictos de juicio y perplejidades en cuanto a qué se debe hacer. Por la fuerte carga afectiva que les tienen a sus seres queridos, desean naturalmente prolongarles la vida, pero a veces el sufrimiento del paciente es tal, que puede llevar a obrar de manera equivocada.

Retirar un respirador o no hacerlo, puede ser una duda que lleve a cometer el grave error de la eutanasia. Esta se define como la acción u omisión que provoca la muerte de un paciente terminal, con su consentimiento o sin él, con la intención de evitarle sufrimiento y dolor. La Iglesia Católica enseña que nadie puede autorizar la muerte de una persona, sea desde su fase inicial en el vientre materno o durante su etapa agonizante. Tampoco es moralmente lícito pedir a alguien ese gesto, ni para sí mismo ni para alguien que está bajo su cuidado, puesto que se trata de un gesto homicida. A la autoridad pública tampoco le es legítimo permitirla o imponerla porque sería una violación a la ley divina.

Queda claro que a nadie le es moralmente permitido aplicar una inyección a un enfermo para provocarle la muerte. Tampoco se debe de retirar el aire, el agua y la comida para dejar morir a una persona en su fase terminal, como ocurrió en el triste caso de Terri Schiavo en 2005, cuya familia permitió que muriera de hambre. Aunque algunos digan que la eutanasia es una muerte digna, en realidad lo único digno para la persona humana es respetar el misterio de su vida y tratar de aliviar su sufrimiento con los debidos cuidados según las valoraciones del médico. Padres, hijos, parientes, médicos y personal sanitario han de acompañar al enfermo con amor, rodeándolo de calor humano y sobrenatural.

En el caso de nuestra hermana María de Jesús, quien no tenía muerte cerebral, lo correcto era no retirar su aparato respirador, y sí proporcionarle los cuidados básicos de aire, comida, agua y medicamento. La pusimos en las manos de Dios, hasta que Él decidiera el momento de llamarla a su presencia. Si ella hubiera manifestado muerte cerebral, tranquilamente se podría haber quitado el respirador ya que, en realidad, estaría muerta. Como este no era el caso, lo adecuado fue seguir ayudando a su respiración. Al momento de escribir estas líneas, María de Jesús sigue en esa lucha entre la vida y la muerte.

Cuando ocurra algún accidente o percance que afecte la salud de uno de nuestros seres queridos, y la situación nos presione a tomar decisiones que puedan ser de vida o muerte, como es el caso de entubar al enfermo, es muy importante hablar claramente con el médico antes de tomar una decisión. Él deberá explicar a la familia las consecuencias de los procedimientos para que la decisión terapéutica sea la adecuada, y no complique el proceso al enfermo.

Las Misioneras de Jesús Hostia y sus colaboradoras, al saber lo ocurrido con sor María de Jesús, rápidamente se movilizaron para llegar a Ciudad Juárez. Su entrega para el cuidado de su hermana enferma, así como su solidaridad con sus hermanas de comunidad, han sido gestos muy bellos. Las admiro realmente por la entereza de su fe, por su serenidad en el dolor y por la cercanía que han mostrado para quienes sufren.

Ellas son oblatas, es decir, son como Hostias vivas que se ofrecen en sus apostolados, unidas al Sacrificio del Señor, por la santificación del mundo. María de Jesús tuvo que subir a la Cruz con Jesús, y desde ahí ofrecer su vida. Dios bendiga siempre la vida de las religiosas.

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