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Silencio y sacrificios

Mientras que en Calcuta hay casas de atención a los moribundos, en las ciudades occidentales muchos jóvenes viven en casas lujosas; ahí muchos no están vivos ni tienen ganas de vivir. (Beata Teresa de Calcuta)

El Miércoles de ceniza en Catedral, además de una gran cantidad de fieles, hubo muchos reporteros que buscaban información sobre la Cuaresma. Al hablar con una periodista le explicaba que los católicos hacemos prácticas penitenciales durante este tiempo para preparar las fiestas de Resurrección. Me interrumpió para hacerme la pregunta: “Y usted, ¿qué le ofreció a Dios?” Por un momento me sentí desconcertado. Aunque sentí que era una pregunta impertinente, luego agradecí a Dios por ella.

“Es cierto –me quedé pensando– ¿Tengo algo para ofrecer al Señor en esta Cuaresma?” Desde pequeño viví estas temporadas de preparación para la Pascua, entre frío y tolvaneras, con algunas mortificaciones y sacrificios. Me enseñaron en casa que los viernes no se comía carne y que debíamos ayunar el Miércoles de ceniza y el Viernes santo, pero que además había que ayudar al prójimo, suprimir los dulces o las idas al cine. Todo por amor a Jesús. Y hoy que soy sacerdote y que estoy al frente de una comunidad parroquial observo mi tendencia a excusarme de esas prácticas devocionales, así como de pagar el diezmo y de la dar de mis recursos personales para la ofrenda del templo.

Es cuando me doy cuenta de que la tibieza ha entrado en mi alma. Sacerdotes y fieles podemos entrar en el pantano de la relajación y ver las prácticas devocionales o deberes con la Iglesia como parte de un pasado piadoso y creer que, ahora que somos cristianos maduros, aquello está superado. Cometemos así un grave error. Jesús fue un piadoso israelita, observante de la ley y amante del desierto, ese lugar al que Jesús marchó impulsado por el Espíritu. Si nosotros quitamos el desierto –el sacrificio, las prácticas de piedad, el silencio orante y la mortificación– nuestra vida espiritual no pasa de la mediocridad y la tristeza termina por apoderarse del alma.

La Organización Mundial de la Salud afirma que la depresión hoy es un severo problema de salud pública. Se calcula que alrededor del 20 por ciento de la población adulta sufre depresión. ¿Por qué será también que en los países de mayor vida cómoda y bienestar material hay más depresión y enfermedades mentales? La expulsión del sacrificio, de la oración, del desierto, de la sobriedad, de la práctica de la caridad, de la búsqueda de Dios han creado sociedades llenas de gente triste.

La Cuaresma es un espolonazo que nos recuerda que la mediocridad es nuestra ruina, y que el hombre nació para escalar hasta las cumbres. Escalar es el secreto de una vida feliz y radiante. Jesús no vivió de otra manera; combatió en el desierto contra la tentación, pasó largos ratos de oración, se puso el delantal para lavar los pies a los hermanos y subió a la cruz. Su vida nos dice que el verdadero bien se conquista con la renuncia y el sacrificio. “El que quiera seguirme niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame”.

Sin embargo el camino de la cruz no es andar de tristeza en tristeza, ni de amargura en amargura. Es un camino de alegría. Por eso Jesús llamó ‘dichosos’ y ‘felices’ a los pobres, a los hambrientos, a los mansos, a los que trabajan por la justicia, a los que promueven la paz y a los que lloran. Es paradójico, en el morir a uno mismo está la resurrección y la vida. Con razón escribía Benjamín Jarnés que “El júbilo verdadero sólo se adquiere a costa de un dolor vencido”.

Ir al desierto en nuestro propio hogar, abriendo espacios y tiempos de silencio más prolongados; programar sacrificios que nos hagan crecer en la caridad; imponernos mortificaciones que nos den más libertad de las cosas efímeras y más disponibilidad para acoger a los demás; privilegiar el servicio a los que sufren o hacerle la guerra frontal a ese pecado que nos está haciendo la vida triste y vacía… todo ello prepara, en términos de san Juan de la Cruz, la soledad sonora, la cena que recrea y enamora.

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