Hace más de dos mil años unos griegos manifestaron su profundo deseo al apóstol Felipe: “Queremos ver a Jesús” (Jn 12,21). La petición de aquellos hombres es el anhelo de la humanidad sedienta de bien, de verdad, belleza y amor, que en Jesús de Nazaret encuentra colmados todos sus deseos. Hace 355 años que llegó a estas tierras, por petición de un grupo de indígenas mansos y sumanos, fray García de San Francisco. Aquellos indios pedían ser evangelizados; querían, como los antiguos griegos, conocer el rostro del Amor.
Querido monseñor Guadalupe, casi cuatro siglos han pasado desde la primera evangelización de nuestro territorio. Emociona imaginar aquella pequeña iglesia, hecha de palos y lodo, coronada con la santísima cruz, y un convento pajizo desde donde nuestros antepasados empezaron a vislumbrar a Jesús en el año 1659.
Desde entonces, grandes hombres han acompañado las luchas y las esperanzas de los habitantes de esta región, mostrándoles la santa Faz de nuestro Señor. En los momentos dolorosos de hambre, sequía y violencia de estos siglos, en los momentos de pacificación, de prosperidad y de bienestar general, los habitantes de esta región, guiados por sus obispos y sacerdotes, han levantado sus corazones hacia Jesucristo y hacia su Madre, la Virgen, para alabar y dar gracias, para implorar consuelo y caminar con esperanza.
Nos alegra muchísimo recibirlo como el cuarto obispo de Ciudad Juárez. Nuestros corazones se llenan de gratitud al buen Dios por tantos hombres magnánimos cuyos pasos han recorrido nuestro desierto anunciando la Buena Nueva.
Damos gracias por fray García de San Francisco quien fundó nuestra ciudad y muchos otros frailes franciscanos que continuaron su obra; por Juan Rafael Rascón, párroco y diputado del Estado de Chihuahua en 1824; por el padre Ramón Ortiz quien durante 62 años al frente de la Misión de Guadalupe integró la fe católica con el compromiso social; por los padres jesuitas de El paso Texas; por la obra de don Baudelio Pelayo y Brambila; por don Manuel Talamás Camandari, don Juan Sandoval Íñiguez y don Renato Ascencio León, nuestros tres primeros obispos que dejaron una rica herencia espiritual, pastoral y obra social.
La Providencia lo ha puesto ahora a usted, monseñor Guadalupe, bajo los cielos del desierto del norte de Chihuahua para ser el Sucesor de los Apóstoles y primer testigo del Resucitado entre nosotros. Lo recibe una diócesis que usted ya conoce y que lo quiere bien; una Iglesia con sus riquezas y sus límites; con un presbiterio leal a sus obispos y trabajador en sus comunidades; con comunidades religiosas donde el Reino de la gracia se transparenta; con un laicado pujante y comprometido, deseoso de ver a Jesús y que por muchas partes lo hace visible con su testimonio de vida cristiana.
Lo recibe una tierra que ha sufrido durante las últimas décadas por graves rezagos sociales provocados, sobre todo, por la delincuencia organizada, la impunidad y la corrupción. Lo recibe una ciudad con un grave deterioro en la vida de muchas de sus familias causada, sobre todo, por la pobreza y la ausencia de valores morales y espirituales. Lo recibe, sobre todo, una ciudad con hambre y sed de Dios; una tierra sedienta de misericordia y de consuelo; una comunidad cuyas heridas piden ser curadas por el contacto con el Médico divino.
Es usted más que bienvenido, señor obispo José Guadalupe. Lo recibimos como al mismo Jesucristo. Su presencia entre nosotros es el signo más elocuente de que nuestra tierra ya no es tierra desolada. En usted ha llegado el mensajero cuyos pies han recorrido los montes anunciando la era de la paz y de la libertad.
Querido monseñor Guadalupe, casi cuatro siglos han pasado desde la primera evangelización de nuestro territorio. Emociona imaginar aquella pequeña iglesia, hecha de palos y lodo, coronada con la santísima cruz, y un convento pajizo desde donde nuestros antepasados empezaron a vislumbrar a Jesús en el año 1659.
Desde entonces, grandes hombres han acompañado las luchas y las esperanzas de los habitantes de esta región, mostrándoles la santa Faz de nuestro Señor. En los momentos dolorosos de hambre, sequía y violencia de estos siglos, en los momentos de pacificación, de prosperidad y de bienestar general, los habitantes de esta región, guiados por sus obispos y sacerdotes, han levantado sus corazones hacia Jesucristo y hacia su Madre, la Virgen, para alabar y dar gracias, para implorar consuelo y caminar con esperanza.
Nos alegra muchísimo recibirlo como el cuarto obispo de Ciudad Juárez. Nuestros corazones se llenan de gratitud al buen Dios por tantos hombres magnánimos cuyos pasos han recorrido nuestro desierto anunciando la Buena Nueva.
Damos gracias por fray García de San Francisco quien fundó nuestra ciudad y muchos otros frailes franciscanos que continuaron su obra; por Juan Rafael Rascón, párroco y diputado del Estado de Chihuahua en 1824; por el padre Ramón Ortiz quien durante 62 años al frente de la Misión de Guadalupe integró la fe católica con el compromiso social; por los padres jesuitas de El paso Texas; por la obra de don Baudelio Pelayo y Brambila; por don Manuel Talamás Camandari, don Juan Sandoval Íñiguez y don Renato Ascencio León, nuestros tres primeros obispos que dejaron una rica herencia espiritual, pastoral y obra social.
La Providencia lo ha puesto ahora a usted, monseñor Guadalupe, bajo los cielos del desierto del norte de Chihuahua para ser el Sucesor de los Apóstoles y primer testigo del Resucitado entre nosotros. Lo recibe una diócesis que usted ya conoce y que lo quiere bien; una Iglesia con sus riquezas y sus límites; con un presbiterio leal a sus obispos y trabajador en sus comunidades; con comunidades religiosas donde el Reino de la gracia se transparenta; con un laicado pujante y comprometido, deseoso de ver a Jesús y que por muchas partes lo hace visible con su testimonio de vida cristiana.
Lo recibe una tierra que ha sufrido durante las últimas décadas por graves rezagos sociales provocados, sobre todo, por la delincuencia organizada, la impunidad y la corrupción. Lo recibe una ciudad con un grave deterioro en la vida de muchas de sus familias causada, sobre todo, por la pobreza y la ausencia de valores morales y espirituales. Lo recibe, sobre todo, una ciudad con hambre y sed de Dios; una tierra sedienta de misericordia y de consuelo; una comunidad cuyas heridas piden ser curadas por el contacto con el Médico divino.
Es usted más que bienvenido, señor obispo José Guadalupe. Lo recibimos como al mismo Jesucristo. Su presencia entre nosotros es el signo más elocuente de que nuestra tierra ya no es tierra desolada. En usted ha llegado el mensajero cuyos pies han recorrido los montes anunciando la era de la paz y de la libertad.
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