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El cuerpo como templo de Dios


"¿O es que no sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo? Él habita en vosotros porque lo habéis recibido de Dios. Por tanto, ¡glorificad a Dios con vuestro cuerpo!" (1Cor 6). 

San Pablo nos invita a reaccionar ante el mundo extremadamente erotizado en que vivimos, con espantosas consecuencias de degradación del cuerpo: el alquiler de vientres para gestar; la porno que hoy es la nueva droga mundial; la mutilación de órganos sexuales en cirugías trans; el impresionante número de abortos que crece en el mundo. 

Hemos desechado de nuestro vocabulario la palabra "pureza" o "castidad", que antes ayudaron a crear sociedades virtuosas y fuertes, pero que hoy se han convertido en motivo de risa y en sinónimo de retroceso y oscurantismo. 

Sucede en nuestras sociedades algo análogo a lo que ocurre cuando un alud de lodo sepulta a un pueblo entero. Sin defensas naturales contra esos fenómenos, la gente muere bajo el barro. Carentes de la defensa moral y espiritual que brinda la castidad o la pureza, millones de personas han quedado sepultadas, víctimas del VIH, del virus del mono y de otras enfermedades de transmisión sexual. 

Descubramos el valor inmenso que tiene cultivar la castidad. 

A los niños hay que educarlos a tener pudor, a respetar sus cuerpos y los cuerpos de otras personas. Hay que enseñarles que hay partes corporales que deben cubrirse; a no permitir que nadie los toque con malicia y avisar a alguien de confianza si esto llegara a ocurrir. 

A los adolescentes les permite aprovechar mejor sus estudios; descubrir la belleza de la vida; cultivar amistades sanas; perder el miedo al sexo opuesto al descubrir sus rasgos psicológicos a través del diálogo amistoso. 

A los novios les ayuda a crecer en el respeto mutuo y en su capacidad de espera, lo que les ayudará para formar un buen matrimonio; a apreciar los gestos hermosos y gran valor como tomarse de la mano, darse un beso, mirarse, dialogar profundamente para conocer sus almas. 

A los casados la fidelidad mutua les permite poder mirarse a los ojos sin tener que mentir, y mirar a los hijos sin sentir remordimiento. La castidad permite anclar el corazón en la familia y no ponerlo fuera del hogar. La castidad evita la doble vida del adulterio, la falsedad y la traición. 

A los sacerdotes y religiosas nos permite ser hermanos de todos sin poseer exclusivamente a una sola persona. Además nos deja acercarnos a tantas situaciones de miseria humana, con solidaridad y compasión, sin tener que ensuciarnos. También nos permite anunciar que nacimos para unirnos a Dios y que después de la muerte será el matrimonio perfecto con el Señor. 

La castidad nos acerca a Dios. Dijo Jesús: "Dichosos los limpios de corazón porque verán a Dios" (Mt 5). La visión de Dios no está reservada sólo para el final de la historia, sino para el aquí y ahora. Al buscar la castidad y la pureza somos más capaces para descubrir la presencia de Dios en la creación y en el trato con los hermanos y en el propio corazón. 

Somos templos del Espíritu, llamados a glorificar a Dios con el cuerpo. Dios nos ayude a cultivar la pureza en un mundo corrompido por la impureza, pero tan necesitado de recuperar los amores limpios y la inocencia del propio corazón.

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