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Medicina ayer, medicina hoy


La medicina es una profesión que se ha abierto camino en la historia de la humanidad gracias a la aparición de enfermedades. Si no hubiera males que curar no existirían los médicos. La historia de la medicina ha avanzado entre grandes aciertos y errores garrafales. Los éxitos se han obtenido, en variadas ocasiones, con una buena dosis de salvajería. Imaginemos una cirugía antes de 1842, año en que se inventó la anestesia. Los cirujanos van a amputar una pierna. Deben trabajar a toda velocidad con sus filosos cuchillos e instrumentos rudimentarios para que no se desangre el paciente. Mientras tanto, algunos sujetan con fuerza al enfermo que se retuerce entre alaridos de dolor. Por cierto, santa María Goretti tuvo que soportar una cirugía de vientre abierto y sin anestesia, antes de su último suspiro.

Durante la Edad Media y el Renacimiento, a las personas con fracturas en el cráneo en los campos de batalla se les practicaban unos procedimientos llamados trepanaciones. Estas las hacían los médicos taladrando la corteza craneal del herido, sin anestesia, para extraer hueso. Al paciente se le daban algunos soporíferos para adormilarlo, como el alcohol o el opio, incluso cannabis. La muerte era frecuente por las infecciones y las hemorragias, y se dice que una operación recurrente para detener el sangrado era colocar en la herida un hierro cauterizador al rojo vivo. Pocos sobrevivieron para contarlo.

Trepanaciones y cirugías sin anestesia se practicaron a través de los siglos, además de muchas otras prácticas atroces –otras no tanto– que, poco a poco, fueron haciendo avanzar la medicina. Mirando los siglos anteriores, hemos de agradecer al buen Dios que nos haya traído al mundo después de la invención de la antisepsia que previene las infecciones destruyendo los microbios. Alabemos al Señor porque hoy nuestros hospitales cuentan con anestesia y antibióticos, con refrigeración y con disponibilidad de agua corriente, lo que hace 150 años era impensable.

Somos afortunados quienes vivimos en el siglo XXI, aún en tiempos de Covid-19. La pandemia apareció muchos años después de que Ignaz Semmelweis enseñara que el lavado de las manos de los médicos con soluciones de cloro disminuía muchísimas muertes de pacientes. Y no podemos ser ingratos con la divina Providencia por esa asombrosa obstinación de Louis Pasteur que, a pesar de que tres de sus hijos perdieron la vida, él no se desanimó sino que siguió investigando, y así revolucionó la medicina con el nacimiento de la bacteriología. Es una bendición haber nacido durante, o después del siglo XX.

El coronavirus aparecido en Wuhan en diciembre pasado ha puesto a los médicos de cabeza. Mientras que a principios de julio son más de siete millones de personas contagiadas en el mundo, los profesionales de la medicina siguen enfrentando a un enemigo desconocido. Uno de los sectores más afectados por el Covid-19 ha sido justamente el de la salud, en el que numerosos médicos y enfermeros han sido infectados y muchos han muerto por la enfermedad. Esto no debe descorazonarnos. Al contrario, saber que la Sabiduría de Dios dirige la historia, así como el desarrollo de la medicina para curar al hombre, es motivo para vivir en amor y gratitud.

Es cierto que quienes contraen Covid tienen que aguantar el aislamiento y, en el peor de los escenarios, la colocación de un tubo respiratorio. Atrás quedaron las cirugías a cuchillo abierto y con tragos de whiskey o fumaradas de mariguana para soportar los dolores. Aunque comparados con aquellos años hoy estemos en un edén, hemos de orar por el avance de la ciencia médica así como por los profesionales de la salud. Ellos luchan hoy contra el miedo de quedar contagiados de Covid, porque se sienten llamados por Dios a cuidar nuestras vidas. Descubramos en ellos la obra silenciosa del Christus medicus. A nuestros médicos, enfermeros, camilleros, laboratoristas y personal de las ciencias de la salud sea dada toda nuestra gratitud, respeto, cariño y oración.

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