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Cuando las vacas se convirtieron en caballos

I
El domingo pasado me senté frente al televisor a ver el programa 'Don Francisco presenta'. No fue la cena la que me cayó mal al estómago, sino la presentación de dos niñas gemelas, una de las cuales estaba vestida y peinada como varón, diciendo que había cambiado de sexo. Don Francisco, el público y los artistas invitados, conmovidos, felicitaban, abrazaban y aplaudían a la pequeña por su decisión.

El cambio de sexo de los niños, sin el consentimiento de sus padres, en algunos países se ve como un derecho humano y se alienta desde la educación sexual escolar. De esa manera la cultura nos está empujando a vivir en el reino de la mentira. 

A propósito, encontré este cuentecillo de Pete Jermann, que traduzco, sintetizo y comparto.

En un país lejano vivía un rey iluminado. Era un hombre muy preocupado por su reino y sus súbditos. Debido a que estaba iluminado, el rey podía ver lo que otros no podían. Al mirar el pasado, quiso romper con él para no ser su esclavo, y así decidió compartir su nueva libertad con sus súbditos.

Un día que el monarca viajaba por un camino rural, notó que había caballos en un lado y vacas lecheras en el otro. Miró a las vacas, con sus ubres abultadas, mientras masticaban sin cesar. Le pareció que las reses no tenían ninguna gracia. Las miró hinchadas de leche y juzgó que no la necesitaban. Vio las vidas de estos animales, esclavizados por las necesidades de los demás. El rey se llenó de indignación y dijo “¡Eso no es justo!, ¡las vacas no pueden vivir en la injusticia de no ser caballos!". Entonces la compasión lo obligó a actuar.

El rey emitió un decreto. A partir de ese día proclamó que todas las vacas ahora serían caballos. Para asegurar que su ley funcionaría, también proclamó que aquel que no pensara como él y siguiera atado a viejas formas de razonar, sería humillado públicamente.

Quien afirmara que las vacas eran vacas, sería acusado de ‘bovinofobia’. Cualquier persona que dijera que el mugir no era relinchar, sería denunciada como insensible y ofensiva. Y cualquier súbdito que describiera el lento y pesado caminar de una vaca, no como el galopar de un caballo, sería tachado de ignorante.

Al rey, las cosas no le salieron bien. Las vacas no podían ser plenamente vacas, ni los caballos, caballos. Éstos dejaron de galopar porque hacerlo sería una burla para las vacas. Debido a que los caballos no tienen ubres pesadas, sería injusto que las vacas también las tuvieran. Así que, una vez que los becerros fueron destetados, las vacas no fueron ordeñadas. Sus ubres se secaron y se encogieron. Los bovinos enflaquecieron y hubo poca producción de leche. Así aumentó el raquitismo, enfermedad que afectaba el crecimiento físico de los niños en el reino. Con caballos cojos y vacas haciendo lo que los caballos hacían, los agricultores no podían cultivar productivamente como antes. La comida, que una vez fue abundante, ahora era escasa y costosa.

Engañado por su propia nobleza, el rey no veía su error. No podía descubrir la belleza de una vaca, ni admitir que su compasión hacia estos animales era falsa. El monarca creía él mismo que era muy bueno por su preocupación por ayudar a las vacas. Así se sentía una persona noble y justa. Atrapado por el mundo de sus sentimientos, no podía ver lo que otros veían claramente: que una vaca no era un caballo. De hecho, el rey no podía, en absoluto, ver una vaca. Sólo veía lo que le hacía sentirse bien consigo mismo. El rey no era malo; él quería ser un buen rey. Pero no prestaba atención a cualquier otra sabiduría que no viniera de más allá de sí mismo. Atrapado en su propia ‘verdad’ y ‘bondad’, sólo podía atrapar a sus súbditos también.

El reino se dividió en dos bandos. Mientras que la bondad y la verdad objetiva de las cosas unía a mucha gente, aquellos que eran partidarios de la ‘verdad’ y ‘bondad’ del rey ya no podían tolerar a los demás. 

Atrapados en su propia ‘bondad’, juzgaron como malvados e ignorantes a la gente que todavía veía a las vacas como vacas, y a los caballos como caballos.

Muchos súbditos del rey que sabían que una vaca no era un caballo, empezaron a dudar de la verdad. No querían ser etiquetados como diferentes, por lo que guardaron sus pensamientos para ellos mismos. Cuando estaban entre los que insistían en que las vacas eran caballos, fingían un acuerdo por vivir en paz. La verdad había dejado de ser algo que todos compartían y que a todos los unía, para convertirse en una cosa que ahora muchos negaban. Sólo entre susurros y a puertas cerradas, y lejos de la plaza pública, se hablaba de la verdad.

Años después de su decreto, el rey echó una mirada por encima de su reino. Vio la paz en todas partes. Sin embargo, no era la verdadera paz, sino una paz tan falsa como decir que una vaca es un caballo.

El rey vivió una larga vida y murió satisfecho de su propia bondad. Pero cuando cerró los ojos a este mundo y los abrió en el más allá, se dio cuenta que existía la Verdad y la Bondad infinita y eterna.

Ante esta nueva realidad, el rey sólo podía ver lo que él había elegido en su pequeño y lejano reino. No podía ver el nuevo mundo que era infinitamente grande, tanto en el tiempo como en el espacio. Y se quedó sin tomar posesión de la infinita y eterna Verdad y Bondad. 

El rey quedó atrapado en su minúscula ‘verdad’ y ‘bondad’ que lo habían mantenido tan fuerte durante su vida en la tierra, y que ahora no eran nada.

Hasta aquí la fábula de Jermann. La ideología de género quiere imponer a todos el mismo error del rey del cuentecillo. Esta ideología rechaza la armonía de la naturaleza humana diciendo que se trata de una injusticia. Al negar que el ser humano sólo existe como varón y mujer, y que el hombre es verdaderamente libre cuando busca ajustar su vida a la verdad de su naturaleza, crea el reino de la mentira, en el que los hombres se convierten en esclavos. Hacia allá caminamos, a menos que sepamos llamar vacas a las vacas, y caballos a los caballos.

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