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Santificar el Domingo


Sin los domingos la vida sería insoportable. Es el día en que los cristianos nos escapamos de la rueda en que gira la vida humana: trabajo-consumo-diversión. Son tres actividades buenas en sí mismas, pero que repetidas una y otra vez, nos colocan en un círculo aburridísimo y carente de sentido.

Quizá la mayoría de las personas viven atrapadas en ese círculo hasta el día de su muerte, y la vida se les escurre sin darse cuenta de que, más allá de ese mecánico círculo, existe un propósito sagrado que da sentido a todo nuestro quehacer cotidiano. Ese propósito está representado por el Domingo, el día del Señor.

El Domingo es regalo de Dios para su pueblo como día sagrado que nos libera de la rutina que nos abruma. No es casualidad que las grandes religiones tengan establecido su día sacro: el viernes para los musulmanes; el sábado para los judíos; y para los cristianos el domingo. Un día de la semana tiene la función de hacer que los hombres salgamos del círculo repetitivo del tiempo y nos coloquemos frente a la eternidad de Dios, último término de la vida.

Muchas personas hoy trabajan los domingos. La sociedad civil, a pesar de que se organiza sin tomar en cuenta la liturgia y los preceptos de la Iglesia referentes al trabajo y al descanso, sigue teniendo en gran aprecio por el Domingo como día de reposo familiar. Esto tiene raíces bíblicas. El libro del Génesis nos relata la creación en seis días; y el séptimo, como el día en que Dios descansó.

No se trata de un mensaje científico, pues sabemos que el universo se creó en millones de años. El mensaje es teológico: la vida del hombre depende de Dios; el hombre es vértice del mundo creado y trabaja como colaborador de Dios en la obra de la creación; el ser humano, para evitar perder el sentido de su vida, debe reservar un día para el descanso, y su mejor reposo lo encuentra en el Señor.

Sin embargo los cristianos no sólo heredamos el sentido judío de la semana de la creación y del descanso divino, sino que damos al tiempo un nuevo significado. No es la semana de la creación del Génesis la que da la última interpretación a nuestra vida, sino que es la Semana Santa en la que celebramos el Misterio Pascual de Cristo.

Jesús se entregó a la muerte y resucitó al tercer día. Esa semana ilumina el sentido del tiempo y la eternidad. En Cristo Jesús nos entregamos al Padre con el sacrificio de nuestros trabajos, alegrías y dolores, para morir y resucitar con Él. Por eso el domingo es el primer día de la semana, que señala la creación, y es también el octavo día, día que simboliza nuestra salida del tiempo para entrar, con Cristo resucitado, en la vida futura.

La Iglesia señala como precepto el reposo dominical. Sin embargo las circunstancias de la sociedad civil han cambiado y muchas personas trabajan los domingos. Para quienes se ven obligados a trabajar, el reposo no obliga, aunque sí la celebración de la Eucaristía; pero para quienes trabajan sin necesidad, el descanso dominical es inexcusable. El enemigo del domingo no es tanto el trabajo, sino la enajenación que producen los deportes o el malestar por la eventual diversión del fin de semana, lo que lleva muchas veces a olvidar el deber de alimentarnos con el pan de la Palabra y la mesa de la Eucaristía.

Pidamos en nuestra oración redescubrir la belleza del Domingo como Día del Señor. Y no vayamos a la Eucaristía como obligados, sino como hombres hambrientos, necesitados del regalo que el Padre nos hace al darnos a su Hijo en el banquete eucarístico, para compartirnos su vida divina.

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