Cuando era niño iba al colegio de los hermanos maristas. Dentro de nuestra educación católica, los hermanos religiosos nos llevaban, de vez en cuando, a la capilla de su casa. Tengo el recuerdo de aquel lugar como especialmente sagrado. Era un hermoso templo pequeño, un poco oscuro y envuelto en silencio. ¡Shhhh!, nos decían antes de abrir la puerta y entrar. Casi teníamos que entrar de puntitas, para hacer el mínimo ruido. En el fondo del lado izquierdo, la lámpara misteriosa que ardía junto al Sagrario indicaba la presencia de algo grande que ahí estaba guardado. En aquellos años yo no sabía muchas cosas de Dios, pero aquel lugar provocaba en mí un temor reverente.
Extraño aquel sentimiento de devoción. Hoy en nuestros templos católicos se conserva muy poco el sentido de la trascendencia de Dios. Se ha esfumado aquella atmósfera de sacralidad tan necesaria para que los seres humanos nos ubiquemos en nuestra realidad de pobres criaturas delante la majestad del Dios eterno. De aquellos sentimientos de santo temor que inundaron el alma de Isaías, al estar frente al trono de Dios y que lo hicieron exclamar "¡ay de mí que soy un hombre de labios impuros!", queda muy poco. Nuestros templos católicos, antes de que inicien los ritos sacramentales, se parecen tantas veces a un mercado donde la gente conversa entre sí, pero no conversa en silencio con el Señor del templo.
No podemos perder el sentido de la trascendencia de Dios y el temor reverencial a lo sagrado porque terminaremos por perder el respeto a nosotros mismos y a los demás. Cuando carecemos de sensibilidad a la presencia de lo divino entre nosotros, nuestras conversaciones y trato con los demás fácilmente se vuelven groseros, vulgares, burdos, y se comienzan a abrir las grietas de violencia. Mantener vivo el sentido de lo sagrado es necesario para fomentar a una cultura de paz social.
La consecuencia de la pérdida del sentido de la trascendencia de Dios es la pérdida del sentido de la salvación. ¿De qué me quiere salvar Jesús? Muchos no lo entienden y no necesitan que se les salve de nada. Dice el cardenal Sarah: "El hombre ha dejado de sentirse en peligro. Son muchos en la Iglesia los que ya no se atreven a enseñar la realidad de la salvación y de la vida eterna. En las homilías existe un extraño silencio en torno a las postrimerías (muerte, cielo, infierno y purgatorio). Se evita hablar del pecado original: es algo que suena arcaico. El sentido del pecado parece haber desaparecido. El bien y el mal ya no existen... El hombre ya no siente la necesidad de ser salvado".
Observemos a los jóvenes que caen en el consumo y venta de drogas. Saben que se trata de un mundo oscuro en el que fácilmente pueden dejar colgada la vida, pero parece que no les importa. Metámonos al mundo de las redes sociales y encontramos a millones de personas que parecen enojadas con Dios. En la política se hace la guerra contra Dios y la Iglesia para instaurar un globalismo ateo. La extraña ideología de género sigue desacralizando cada vez más al ser humano con conductas más y más desquiciadas. A pesar de la destrucción de la sociedad humana, la gente tampoco cree en el diablo y son pocos los que se preguntan qué ocurrirá después de la muerte. Vivimos como si, en realidad, Dios no existiera. Sólo cuando una tragedia nos sacude, nos quedamos perplejos, desconcertados, y puede surgir la pregunta por Dios.
La Cuaresma es un tiempo que Dios nos regala para despertar, en nosotros, la nostalgia por Él, antes de que sea demasiado tarde. En el silencio de los templos y de la propia habitación interior, busquemos a Aquel que nos busca. Pidámosle que se avive en nuestro interior el santo temor de Dios y que podamos superar la gran crisis de fe que envuelve al mundo. Nos respetaremos más a nosotros mismos y a los demás. Dios nos conceda reconocer que la vida en la tierra es relativa, para que nuestro corazón expanda sus horizontes hacia la ciudad del futuro, porque aquí –dice Carta a los Hebreos– no tenemos ciudad permanente.
Extraño aquel sentimiento de devoción. Hoy en nuestros templos católicos se conserva muy poco el sentido de la trascendencia de Dios. Se ha esfumado aquella atmósfera de sacralidad tan necesaria para que los seres humanos nos ubiquemos en nuestra realidad de pobres criaturas delante la majestad del Dios eterno. De aquellos sentimientos de santo temor que inundaron el alma de Isaías, al estar frente al trono de Dios y que lo hicieron exclamar "¡ay de mí que soy un hombre de labios impuros!", queda muy poco. Nuestros templos católicos, antes de que inicien los ritos sacramentales, se parecen tantas veces a un mercado donde la gente conversa entre sí, pero no conversa en silencio con el Señor del templo.
No podemos perder el sentido de la trascendencia de Dios y el temor reverencial a lo sagrado porque terminaremos por perder el respeto a nosotros mismos y a los demás. Cuando carecemos de sensibilidad a la presencia de lo divino entre nosotros, nuestras conversaciones y trato con los demás fácilmente se vuelven groseros, vulgares, burdos, y se comienzan a abrir las grietas de violencia. Mantener vivo el sentido de lo sagrado es necesario para fomentar a una cultura de paz social.
La consecuencia de la pérdida del sentido de la trascendencia de Dios es la pérdida del sentido de la salvación. ¿De qué me quiere salvar Jesús? Muchos no lo entienden y no necesitan que se les salve de nada. Dice el cardenal Sarah: "El hombre ha dejado de sentirse en peligro. Son muchos en la Iglesia los que ya no se atreven a enseñar la realidad de la salvación y de la vida eterna. En las homilías existe un extraño silencio en torno a las postrimerías (muerte, cielo, infierno y purgatorio). Se evita hablar del pecado original: es algo que suena arcaico. El sentido del pecado parece haber desaparecido. El bien y el mal ya no existen... El hombre ya no siente la necesidad de ser salvado".
Observemos a los jóvenes que caen en el consumo y venta de drogas. Saben que se trata de un mundo oscuro en el que fácilmente pueden dejar colgada la vida, pero parece que no les importa. Metámonos al mundo de las redes sociales y encontramos a millones de personas que parecen enojadas con Dios. En la política se hace la guerra contra Dios y la Iglesia para instaurar un globalismo ateo. La extraña ideología de género sigue desacralizando cada vez más al ser humano con conductas más y más desquiciadas. A pesar de la destrucción de la sociedad humana, la gente tampoco cree en el diablo y son pocos los que se preguntan qué ocurrirá después de la muerte. Vivimos como si, en realidad, Dios no existiera. Sólo cuando una tragedia nos sacude, nos quedamos perplejos, desconcertados, y puede surgir la pregunta por Dios.
La Cuaresma es un tiempo que Dios nos regala para despertar, en nosotros, la nostalgia por Él, antes de que sea demasiado tarde. En el silencio de los templos y de la propia habitación interior, busquemos a Aquel que nos busca. Pidámosle que se avive en nuestro interior el santo temor de Dios y que podamos superar la gran crisis de fe que envuelve al mundo. Nos respetaremos más a nosotros mismos y a los demás. Dios nos conceda reconocer que la vida en la tierra es relativa, para que nuestro corazón expanda sus horizontes hacia la ciudad del futuro, porque aquí –dice Carta a los Hebreos– no tenemos ciudad permanente.
Vivimos como si nunca fuéramos a morir, y morimos como si nunca hubiéramos vivido .
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