A los jóvenes y los adultos menores de 60 años nos ha tocado vivir en un mundo extremadamente sexualizado. Estamos en una época marcada por una permisividad que ha ido creciendo, hasta llegar al extremo de negar nuestra propia naturaleza de varones y mujeres. En las escuelas a los niños se les educa para que ellos elijan su propio género, con la excusa de que se trata de sus derechos sexuales y reproductivos que deben ser respetados, incluso por sus padres. Ante tanta anarquía muchos se preguntan cómo hemos podido llegar a esto. Es importante echar una mirada a la historia para conocer las razones de la confusión.
Las generaciones jóvenes son víctimas de un fenómeno que se conoce como la "revolución sexual". Lo que sucedió en la década de 1960 revolucionó la manera de concebir y vivir la sexualidad. Fue como un tsunami que convulsionó a Occidente y que separó el ejercicio de la sexualidad de la institución del matrimonio, así como también de la paternidad y la maternidad. En aquellos años aparecieron en el mercado las primeras píldoras anticonceptivas, y la revista Playboy de Hugh Hefner se convirtió en el ícono de esta nueva mentalidad; las parejas podían tener sexo libremente sin temor a quedar embarazadas. Así se produjo una primera ruptura entre la sexualidad y el matrimonio. Era posible ejercer una sexualidad libre de lazos institucionales, y ni siquiera lazos estables.
Luego vinieron las técnicas de reproducción asistida, lo que trajo una nueva ruptura entre el ejercicio de la sexualidad y la procreación. La inseminación artificial y la fecundación "in vitro" hizo que la sexualidad pudiera vivirse desligada de la responsabilidad de un embarazo. Si con los anticonceptivos se reivindicó el derecho a una sexualidad sin procreación, la reproducción artificial reivindicó el derecho a la fecundidad sin sexualidad. Del "sexo sin hijos", el mundo dio un salto al "hijos sin sexo".
Años después, el feminismo radical unido al marxismo cultural trajo la llegada de la ideología de género, por la que los colectivos de homosexuales y lesbianas reivindicaron sus derechos al amor entre personas del mismo sexo. La vieja lucha de clases marxista fue sustituida por la lucha de sexos y por la lucha contra el sistema familiar tradicional entre hombre y mujer. Lo que inició con la revolución sexual trajo una nueva ruptura, pero esta vez entre la sexualidad y la naturaleza sexuada. Los colectivos LGBT reclamaron los derechos a ejercer la sexualidad contra natura.
Hoy la revolución sexual ha dado un paso más abajo en la escala, y es la fractura entre la sexualidad y la identidad de la persona. La ideología de género ha avanzado hacia nuevos niveles de locura reivindicando el derecho a ser lo que cada uno crea que es en su interior. Cualquier mujer puede decir que es un hombre dentro de un cuerpo femenino; cualquier hombre puede reclamar su derecho a ser tratado como una dama porque se siente tal.
Como vemos, los vínculos tradicionales y naturales, en cuyo contexto se vivía la sexualidad y encontraba su sentido, han desaparecido desde la revolución sexual. Si la atracción sexual entre varón y mujer tenía sentido para formar un matrimonio y una familia, hoy esa idea se considera opresora para la libertad de las personas. El único punto válido para ejercer la sexualidad es la búsqueda de placer personal y la satisfacción del instinto. Las personas no tienen la posibilidad de distinguir entre los instintos auténticos y los que son desviados; se tiene derecho a todo tipo de experiencias y se exige que sean legitimadas a nivel social.
Después de seis décadas de revolución sexual los resultados no son felices ni halagadores. El ejercicio de la sexualidad sin responsabilidad y sin vinculación a la naturaleza ha provocado un gravísimo descenso de las tasas de fertilidad de Occidente con el consecuente envejecimiento de la población y la posibilidad de que desaparezcan sociedades enteras. Además ha traído una gran cantidad de enfermedades sexuales –incluso mortales como el VIH– reflejo de que el sexo ha dejado de ser transmisor de vida para transmitir esterilidad y muerte. No sólo eso. La misma sexualidad vivida como diversión ha conducido al desprecio por la vida y a la mentalidad abortista, provocando terribles heridas emocionales y familiares. La revolución sexual nos ha hecho ver el horror de una libertad carente de sentido y que desemboca en la angustia.
Es necesario que los católicos reflexionemos sobre el callejón sin salida al que nos ha llevado la revolución sexual, y tomemos el camino de regreso hacia los valores fundamentales que hemos perdido. Ciertamente no podremos hacerlo desde una moral basada en prohibiciones, sospechas y tabúes, sino con un enfoque positivo sobre la sexualidad y el amor, según la teología del cuerpo de san Juan Pablo II. Si en otros tiempos el instinto y el placer se miraron con resignación y tolerancia, habrá que integrarlos de manera adecuada a la vida cristiana y al amor real que todos buscamos. Este es el camino para descubrir, con nuevos ojos, el plan de Dios sobre la sexualidad y la familia.
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