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¿Señor, a quién iremos?


Conocí a una persona que vivió muy de cerca el drama de perder a dos bebés gemelos. Uno nunca vio la luz; el otro apenas duró unos días de nacido y murió. Ha sido una experiencia muy dura para los padres, y también para ella. Esto la desconcertó tanto y la entristeció a tal grado que, con una fe tambaleante, se retiró de la Iglesia.

Cuando no entendemos los caminos de Dios, la tentación es apartarnos de Cristo. Muchas veces lo hemos sentido cercano cuando nos hacía sus favores: nos consiguió un empleo cuando estábamos en apuros, nos sanó de una enfermedad, hizo prosperar nuestros negocios. Pero cuando nos presenta el misterio de la cruz, cuando permite las pruebas duras, no entendemos del todo y podemos apartarnos de Él.

Al hablarles Jesús a sus discípulos de comer su carne y beber su sangre, muchos prefirieron retirarse y dejarlo solo. Cuando les hacía su máxima declaración de amor, cuando les daba el regalo mayor de la Eucaristía, el Señor recibió el máximo desprecio. ¡Qué dolor tan grande para un enamorado debe ser declarar su amor y ser rechazado!

San Pedro, aunque no comprendía del todo a Jesús, movido por el Espíritu le dijo: "Señor, ¿a quién iremos?, tú tienes palabras de vida eterna". Era como si le dijera "sólo en ti se aclara el misterio de lo que es la vida del hombre". Y se quedó con él. Me pregunto: ¿Soy de los que le dicen a Cristo: "dedícate únicamente a curarme, a hacerme más fácil la vida, a conseguirme empleo, a multiplicarme el pan", o soy de aquellos que, aunque no entienden del todo el misterio del amor y dolor de Jesús, permanecen junto a él con fe, esperanza y amor?

Hoy pido al Señor la gracia de ser su discípulo, en los momentos de cruz y en los momentos de gloria, y de encontrar mi alimento de su Cuerpo y su Sangre en la Eucaristía. Así seré testigo de su gracia en el mundo.

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