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Sembrar vida donde huele a muerte

Hay algo profundamente inspirador que hemos de aprender de quienes murieron en Walmart por el ataque terrorista de un gatillero que disparó en la tienda con el propósito de matar hispanos. Repasemos algunas de estas historias. Jordan y Andre Anchondo tenían un año de casados cuando dejaron a su hija mayor en un entrenamiento y fueron a Walmart, con su bebé de dos meses, para comprar materiales del nuevo curso escolar. Cuando empezaron los disparos su reacción inmediata fue proteger al niño, y eso les costó la vida.

Elsa Mendoza, residente en Ciudad Juárez, era maestra de educación especial que había sobrevivido al cáncer. Como todos los fines de semana fue a visitar a sus familiares en El Paso. Su esposo y su hijo no se bajaron del coche aquel día para esperarla fuera de Walmart mientras ella iba a hacer una compra rápida. Juan de Dios Velázquez, originario de Zacatecas, su mudó a El Paso. Cuando el asesino empezó a disparar en la tienda, Juan de Dios trató de proteger a su esposa Estela arrojándose sobre ella para que no la hirieran las balas.

La chihuahuense María Eugenia Legarreta Rothe decidió hacer algunas compras en Walmart antes de recoger a su hija adolescente en el aeropuerto. Madre e hija nunca se pudieron encontrar. Martha, su hermana pintora y escultora, después de la tragedia, expresaba que esa muerte no podía ser motivo de odio ni rencor, y así invitaba al perdón. Iván Manzano, otra de las víctimas, será recordado como padre gran emprendedor de negocios, hombre de bien y padre ejemplar para sus hijos.

Lo que tienen en común estas historias es que eran personas llenas de vida que se dedicaban a engendrar vida. Los Anchondo protegieron a su bebé por salvarle la vida. La maestra, habiendo escapado de la muerte por cáncer, hizo de su vida una entrega para dar educación a niños especiales. Juan de Dios no pensó en correr sino en sacrificar su vida a cambio de salvar la de su mujer. María Eugenia como ama de casa daba vida a su hogar, e Iván era modelo de vida para sus niños.

En el otro lado de quienes aprendieron a dar vida, encontramos a un ser solitario y oscuro, Patrick Cursius, quien movido por las fuerzas oscuras del odio, sólo pensó en generar muerte. Así como Satanás entró en Judas durante la Última Cena de Jesús, así también en Cursius. Por unas cuantas monedas de mezquino y extraño placer cercenó 22 vidas. Su saña inaudita abrió una herida en la frontera pero, al mismo tiempo, disparó un movimiento de solidaridad y demostraciones de afecto que nada ni nadie puede detener. Hoy, aunque muchos lloramos por la tragedia, nos preguntamos por el sentido de la vida, nos refugiamos en el regazo de Dios y esperamos en silencio la justicia divina. Las balas asesinas de Cursius han traído, increíblemente, un derrame a raudales del amor de Dios entre juarenses y paseños.

Cuando en Polonia, durante la Segunda Guerra Mundial, san Maximiliano María Kolbe entregó su vida a los nazis a cambio de salvar la de un condenado a muerte, bajó al calabozo donde él y los prisioneros fueron condenados a morir de hambre y sed sin ninguna ayuda. Maximiliano supo convertir aquella prisión oscura en un hospital del alma, en una escuela de amor a Cristo, en un lugar santo, en un recinto de predicación y de plegaria. Allí consoló y ayudó a morir a cada prisionero. Cuando todos los demás habían muerto, menos él, Maximiliano tenía un extraño vigor sobrenatural. Quien había dado voluntariamente su vida, quien comunicaba la vida divina en la mazmorra a los desconsolados, era quien conservaba la vida. Los nazis, cansados de esperar su muerte, le inyectaron veneno y murió.

Frente al infierno que muchas personas, movidas por el odio, se dedican a crear en la tierra, nosotros hemos de imitar el ejemplo de san Maximiliano Kolbe y recordar que para tener vida hay que dar la vida. El santo polaco interceda por los 22 sacrificados en El Paso, víctimas del odio homicida, y su ejemplo nos inspire para que ahí donde las balas dejaron el olor nauseabundo de la muerte, sembremos las flores del amor, la fe y la esperanza.

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